Damasco - Capítulo 4

El abrazo duró lo que un instante o una vida. Ninguno de los dos lo supo. Cada uno sumergido en sus propios sentimientos, en sus propios pensamientos.

Él tan seguro… ella tan confundida.

Darío estaba petrificado o casi. Emma siempre reía. Su vida no tenía altibajos, estudiaba, trabajaba con su madre en la florería, creaba, leía, salía con sus amigos. Era una persona muy puntual y muy responsable, muy organizada, cada cosa tenía su momento y su lugar. Ni la muerte de su padre ponía a Emma triste. Con el transcurso del tiempo había llegado la aceptación y su amor intacto por él hizo el resto. La vida con su padre fue tan hermosa, tan colmada de amor, que el sentimiento que afloraba en su recuerdo era la nostalgia. Pero nunca la tristeza. Emma nunca lloraba. Nunca. Hasta hoy.

¿Qué mierda está pasando? Darío no sabía qué nombre ponerle a toda la situación. Cuando ella se calmó luego de agotar la existencia de servilletas en la mesa, acomodó los restos del almuerzo sobre la bandeja, de camino a la caja en busca de una botella de agua, se deshizo de su carga y volvió a la mesa con pasos presurosos. No quería dejarla sola, nada más que el tiempo estrictamente necesario.

Ella se veía tan vulnerable, y él se sentía tan miserable.

Destapó el agua, le colocó el sorbete y se la alcanzó. Emma elevó su mirada brillante y dolida, para encontrarse con los ojos de Darío llenos de culpa y de su mismo dolor. Porque era su culpa que ella llorara. Y eso era imperdonable.

Tomó unos sorbos pequeños y sonrió apenas. Un mensaje de texto llegó a su teléfono:


“Emma, organicé con Patricia ir de compras y a tomar el té.

Nos hablamos.

Un beso, mamá.”


Su respuesta fue un simple “Ok J”. Acomodó su mochila en el hombro. Darío hizo lo mismo y salieron en silencio del local.

—Te acompaño a tu casa.

—No… no es necesario… —se excusó Emma cuando Darío la interrumpió:

—Sí es necesario. Se nota a millas que estuviste llorando y se te ve vulnerable. Te acompaño a casa.

Detuvo sus pasos, giró sobre sus pies y tomó la barbilla de Emma entre sus dedos elevándole el rostro y dijo a modo de súplica:

—Por favor.

Emma tomó una bocanada larga de aire y exhaló lentamente. Esos gestos de Darío la desarmaban. Era tan protector que no encontraba manera de rebatirlo, porque para qué negar lo evidente, siempre tenía razón.

—Está bien, pero no voy a casa —él movió las cejas inquisitivamente y Emma agregó:

—Mamá va a estar con su amiga toda la tarde, voy a la florería.

—¿Vas a estar bien?

—Sí… no te preocupes, tengo tareas pendientes. Voy a estar muy ocupada

Ocupada y bien no son sinónimos, caviló mientras observaba una vez más esos ojos pardos que eran su perdición. Pero era preferible que se quedara en el negocio, acompañada, que sola en su casa.

Llegaron a la estación de subtes en silencio, apenas bajaron al andén el tren hizo su aparición junto con el bendito ruido de alarma de cuidado con las puertas.

¡Dios! me va a explotar la cabeza… pensó Emma cuando el ruido en cuestión le desató una migraña en cuestión de dos segundos.

Darío notó la mueca de dolor que le cruzó la cara. Una vez sentados preguntó:

—¿Estás bien? ¿Qué está mal? Emma… —hablaba rápido sin darle chance a responder.

—Nada grave solo me duele la cabeza y ese ruido infernal no es mi mejor amigo en este momento —respondió tratando de aligerar un poco el ambiente.

—¿Tienes Paracetamol en la florería o pasamos por una farmacia?

—En la oficina hay, gracias.

Darío pasó su brazo por la espalda de Emma. Reclinó su cabeza sobre su hombro y con la mano presionó su oreja, protegiéndola, aunque fuera un poco, del ruido que sonaría en cada estación.

Emma no pudo menos que sonreír en agradecimiento. Realmente iba a extrañar esos detalles. Como respuesta a su sonrisa Darío besó sus cabellos y dejó la mejilla apoyada sobre su cabeza el resto del viaje.

Ya en la puerta de la florería Emma subió el escalón y se giró para mirar a Darío.

—Gracias de nuevo… yo… tengo que entrar.

—De nada, de nuevo…y yo me tengo que ir. Por favor Emma toma el Paracetamol y hablamos más tarde. ¿Sí?

—Sip.

Darío se acercó e hizo lo de siempre. La tomó suavemente del codo, bajó su cabeza para llegar a su altura y dejó un beso casto en su mejilla. Y esta vez, solo esta vez, demoró un par de segundos más que lo políticamente correcto. Necesitaba hacer acopio de su aroma, de la textura de su piel, para los meses que se avecinaban.

Se estaba retirando de su beso entre satisfecho y avergonzado, cuando los brazos de Emma se colgaron de su cuello escondiendo la cara en su pecho. Podía sentir el ir y venir cadencioso de las pestañas contra su garganta, el aire tibio de su respiración.

Su cerebro olvidó cualquier función cognitiva, vital o lo que fuera. Su instinto lo dominó por unos instantes y envolvió sus brazos en la cintura y la espalda de Emma. Fue un abrazo intenso, demoledor. La sangre caliente como lava rugía por sus venas a velocidad de vértigo. El corazón se le desbocó en furiosa carrera, tanto así que creyó por un momento que Emma podría sentir su palpitar a través de la ropa que los separaba. Cerró los ojos con fuerza, y rezó con todo su ser para que todo lo que estaba sintiendo en ese momento fuera eterno. Esas sensaciones se le estaban grabando en el alma.

Tras unos instantes, Emma soltó su agarre devolviéndole un atisbo de claridad a su mente. Gracias a todos los cielos, porque estaba por perder la maldita cabeza.

Ella apoyó sus manos en los hombros de él, lo miró a los ojos y le sonrió.

El infierno en todo su esplendor se abrió a sus pies. Se sintió como un cavernícola, lo único que quería era arrastrar a Emma fuera de allí, a donde fuera, para nunca jamás dejarla ir. Pero ese no era el momento ni el lugar, y lo sabía.

En medio de la lucha atroz de sus deseos y de sus anhelos con el de su deber y lo correcto, la razón resultó vencedora una vez más. A veces se asombraba de su propio auto control.

Déjala ir… déjala ir… se repetía a sí mismo una y otra vez. Y su cuerpo respondió a los comandos, bajando los brazos y guardando las manos en los bolsillos, el único modo de que se quedaran quietas.

Emma se giró, empujó las puertas de cristal e ingresó al local. A través del vidrio lo saludaba ondeando la mano con esa sonrisa tan suya, capaz de iluminar el firmamento completo.

Saluda idiota… saluda, Darío se daba de patadas mentales a ver si con ello reaccionaba.

Devolvió el saludo y no salió corriendo, porque Emma podría verlo y tendría que dar explicaciones que por el momento no podía brindar.

¡Esta mujer va a matarme! Pensó al llegar a la esquina y se detuvo en seco al notar que se había referido a ella como mujer y no solo “Emma”.

¡Mierda estoy arruinado! Corrió la mano por su cabello alborotado, se masajeó la nuca con los dedos y desapareció bajando las escaleras rumbo a la estación de subte.


***

Emma se deshizo de su abrigo, juntó gorro, guantes, y los acomodó con la mochila en la oficina.

Llegó hasta la kitchenette, sirvió un vaso de agua. Sacó del maletín de primeros auxilios dos tabletas de Paracetamol y se las tragó de una vez bebiendo todo el contenido del vaso.

Sus pasos errantes la llevaron al lado de la ventana y se sentó en su silla favorita de cara al cristal. El jardín se veía como siempre, impecable.

El sillón de ratán con sus almohadones blancos perfectamente acomodados, la mesa auxiliar con su copón de cristal y las margaritas, sobre la Carpetsa a crochet que Inés había tejido. Más hacia el fondo y lejos de la protección de la galería, los canteros llenos de jazmines y rosales en flor.

Mirando sin ver, los segundos pasaron lentos, arrastrados en su eterno tic tac.

Mirando sin ver, las nubes se unieron buscando tapar al sol y el cielo se tornó gris.

Mirando sin ver, las flores del jardín se mecían con la canción de cuna que la brisa entonaba.

Mirando sin ver, la llovizna caía lavando la luz y los colores del día.

Mirando sin ver, sus lágrimas resbalaban una tras otra por sus mejillas.

Mirando sin ver, las horas pasaron lentas, arrastradas en su eterno tic tac.

Inés llamó desde la puerta de la oficina:

—¿Qué está mal cielo? —llegando a su lado se acuclilló en el suelo, buscando los ojos de su hija. Caro, la asistente, le contó de la extraña actitud de Emma durante la tarde.

Ante el llamado de su madre, Emma alejó la vista de la ventana, y miró a su madre a los ojos. En ellos, ya no había lágrimas, solo tristeza.

—Hola mamá.

—¿Qué pasa cielo? ¿Por qué estás así?

—No lo sé.

—No lo sabes, ¿cómo es que no lo sabes? —preguntó mientras acomodaba su pelo detrás de la oreja.

—Bueno, sí sé el motivo de mi llanto, pero no sé por qué reacciono así —respondió con un suspiro.

—No entiendo amor. ¿Qué pasó?

—Hoy te dije que almorzaba con Darío…

—Ajá —Inés afirmaba con la cabeza.

—Bueno, su tío Hakim le propuso tomar un curso en New York de dos meses y se va en agosto.

—Ya veo. ¿Y tú estás así porque…? —dejó la pregunta a medio formular mirando a los ojos a su hija.

—Eso es lo que no sé mamá. Lo pienso, lo pienso y no hay modo, es una oportunidad excelente, debería alegrarme por él, pero no puedo, no del todo. Solo pensar que no va a estar y se me forma un hueco aquí —dijo rápidamente mientras señalaba el centro de su pecho—. No se fue, y ya lo extraño.

Inés no dijo nada más y la abrazó muy fuerte. Si en algún momento dudó de los sentimientos de su hija por Darío, con la expresión de tristeza de esos hermosos ojos, la duda se evaporó.

Juntas partieron rumbo a su casa. Emma un poco más tranquila, Inés meditando cuán poco podía hacer para sacar a su princesa de la melancolía. Por más que supiera qué le estaba pasando, su hija debía reconocerlo por ella misma. Para Inés estaba todo tan claro ahora.

Llegaron a su casa, casi sin decir palabras, tomadas de la mano. Emma subió a su cuarto y fue directo a la ducha. Necesitaba relajarse, sacarse el enorme peso que sentía en el cuerpo y en el alma.

Colocó su iPod en el equipo de música y lo encendió en la última canción que había estado escuchando.

Como siempre Adele acudió a su rescate, o al menos eso le pareció de momento y por un breve espacio de tiempo. Muy breve en realidad.

Sonaban los últimos acordes de “He won`t go” mientras se deshacía se su ropa, abrió la mampara de la ducha y la letra de “Take it all” inundó el aire a su alrededor.

Cantaba ausente en perfecta sincronía cuando la letra de la canción, esa letra que escuchaba tanto, tomó un sentido completamente diferente:



“…But go on and take it, Take it all with you,

Don't look back, At this crumbling fool,

Just take it all, With my love,

Take it all, With my love…”


—¡¡Oh por Dios!! —exclamó Emma en voz alta y ante lo absurdo de su pensamiento y de la reacción no pudo evitar reír.

—No, definitivamente no puede ser… ¿no?... me hubiera dado cuenta antes… además no nos vemos de ese modo… ¿no?... no —la niebla del baño se confundía con la bruma en su corazón.

La música seguía sonando mientras se cambiaba en su cuarto. En el escritorio, al lado de la notebook, su mamá le había dejado algo para cenar: un vaso alto de leche fría y su sándwich preferido. Gracias mami pensó Emma conmovida, notó que llevaba sin comer bocado desde el mediodía, cuando ni siquiera terminó su almuerzo.

Abrió la computadora y revisó su cuenta de correo, después la de Facebook, haciendo esto y aquello mientras intentaba inútilmente no pensar en nada. Un contacto se activó y llamó su atención. Darío estaba conectado.

Se quedó en blanco mirando la pantalla.

¿Qué hacer? ¿Qué decir? Después de la escena del mediodía se sentía muy avergonzada. Se había comportado tan egoístamente. Era una maravillosa oportunidad, ¿por qué no podía ser feliz por él? Su cabeza daba vueltas en mil preguntas y ninguna respuesta. Chateaban casi a diario antes de dormir ¿Por qué estaba paralizada?

La ventana de chat se abrió, él estaba escribiendo:

—¡¡Hola!! ¿Cómo estás? ¿Y tu migraña?

—¡Hola! Mucho mejor por suerte.

—Mejor así. ¿Hablaste con Fer y Ana?

—No, lo siento… me olvidé —y todo era tan extraño, no sabía qué decir.

—Ok. Tenemos tiempo, además podemos hablarlo mañana.

—Sí, seguro. Mañana.

—Emma ¿Estamos bien?

—Sí, ¿por qué preguntas?

—Estás más escueta que de costumbre y no me pones tus emoticones en el chat…

—¡Oh lo siento! Solo estoy cansada, hoy fue un día intenso para mí. J

—Ahora estamos mejor J. Sobre hoy, sí, fue muy intenso para mí también.

—Te llamo… —se sentía tan torpe y los dedos se le enredaban en el teclado.

—Ok.

Emma se desconectó y se acostó en su cama alcanzando el teléfono móvil en su mesa de noche. Sonrió cuando se dio cuenta que tenía el número de Darío en el marcado rápido. ¡Ja! No ves lo que no quieres ver pensó mientras presionaba el número y la llamada tomaba curso.

Dos timbres después…

—Hola de nuevo —dijo Darío tratando de sonar despreocupado.

—Hey… —dijo Emma suspirando.

—Emma de veras lamento mi comportamiento de estos días, yo… hay cosas que no pude manejar muy bien.

—Quien lamenta su comportamiento soy yo. Mi actitud fue muy egoísta por decir lo menos.

—Es que todo nos tomó por sorpresa.

—Ni que lo digas.

—Debes estar agotada, te dejo para que descanses. Nos vemos mañana.

—Sí, ya estaba por irme a la cama. Tú también descansa, hasta mañana.

—Besos.

—Besos.

Y ambos cortaron la comunicación al mismo tiempo, contemplando el teléfono mudo por un par de minutos.

Emma dejó el celular cargando en su mesa de noche y verificó la alarma.

Se cubrió con las mantas, y estiró la mano para tocar con la punta de los dedos su ejemplar de Jane Austen. Pasó los dedos por el lomo, recorrió una a una las letras grabadas en dorado. Tomó el libro y lo abrió donde estaba el marca páginas, y como siempre hacía, inhaló dentro de las hojas para llenarse de su olor, para sentir de una manera más, su compañía.

Sabía que tenía que descansar, estaba física y mentalmente agotada, pero su corazón se lo impedía.

Apoyó el libro en la mesa y apagó las luces. Se abrazó a la almohada y cerró sus ojos. Lo único que podía ver eran unos ojos color café, enmarcados en largas y curvadas pestañas.

¡Dios! si la hubiera alcanzado la caída de un rayo, no estaría de este modo.

Su vida tan tranquila y feliz estaba puesta cabeza abajo por un viaje ¿Por un viaje? Mejor pensemos en quién viajaba.

Tantas novelas leídas, tantas películas románticas, y tanto suspirar por las historias de amor ajenas, y no se dio cuenta que estaba viviendo la suya propia.

Siempre pensó que llegaría el día en que encontraría a su caballero de armadura brillante, por eso lo esperaba, no en plan de ser rescatada de la maldita torre más alta, pero sí alguien que transformara su vida. Como su padre había hecho con su madre. Esos amores eternos, más allá de todo, de todos, esos amores que desbaratan tu vida, y tu eje cambia de sentido de rotación.

Estaba segura que su amor iba a ser de aquellos a primera vista, donde todo cambia de color, y el movimiento en derredor se pausa, para luego seguir a un ritmo nuevo. Ese ritmo nuevo creado por el latir de los corazones acompasados de los amantes enamorados. Que lo encontraría de repente, en alguien nuevo, y desconocido.

Y, sin embargo, aquí estaba ella a merced de la bola de demolición. Porque la idea del viaje, la idea de no verlo, había sido eso. Una bola de demolición que la arrancó de su estructura para dejarla a la deriva. Perdida en un océano de sensaciones y sentimientos de los cuales nada sabía. Sentimientos completamente nuevos, con alguien tan familiar. Esto decididamente no estaba en sus planes.

Su única experiencia amorosa, por ponerle un nombre, había sido en el último año del colegio, con Donato. Recordar esos tiempos puso una sonrisa en su rostro, la primera genuina en lo que iba de la tarde.

Donato fue su compañero el último año del colegio, y una tarde de septiembre la había invitado al cine, ya ni recordaba qué película vieron, luego fueron por un helado y allí, sentados en la banca de la heladería le dijo que le gustaba y mucho. Acto seguido la besó, y ese fue su primer beso. La tierra no tembló obviamente, y por más que los buscó, en el cielo no aparecieron los fuegos artificiales. En ese momento asumió que sus expectativas eran muy altas, fomentadas por supuesto por el exceso de lectura romántica. Solo en los libros pasaban esas cosas. Teniendo eso muy claro, decidió darle su oportunidad a Donato. Era lindo, lo conocía, le gustaba ¿Qué podría ir mal? Nada, pero tampoco nada podría ir bien. Donato se enamoró perdidamente de Emma, pero el pobre no era correspondido. Diciembre llegó y con eso el fin de los años escolares, y el final de la relación con Donato.

Darío no había demostrado nunca, jamás, que tuviera otros sentimientos que no fueran amistad, amor fraterno, compañerismo. ¿No?

Era muy protector, sí, pero con Malie también lo era, en su familia tenían tema con la protección y el cuidado hacia las mujeres, eran tan educados y caballerosos siempre. Lo dicho, la veía como su hermana pequeña.

¿Y ahora que iba a hacer? No puedes obligar a nadie a amar, y sus sentimientos no eran correspondidos en lo absoluto. Lo mejor era dejar cada cosa en su lugar, con su falta de experiencia en la materia, podría ser incluso que se estuviera confundiendo, que solo fuera la sorpresa de su futura ausencia. Seguramente era eso. A ella se le pasaría muy pronto y Darío se iría a su viaje por unos meses. Se daría cuenta que solo la amistad los unía y que podría perfectamente aceptar que por un tiempo él ya no estaría allí.

Sí, eso sería el gran desafío. Darío estaba tan arraigado en su vida diaria que no sabía cómo lo lograría sin él. Pero lo conseguiría. Tenía a su alcance una oportunidad única y no sería ella quien se lo impidiese.

Sus pensamientos fueron al lugar menos indicado: la fiesta de Jakim y Amelia.

No sabía a ciencia cierta si soñaba o recordaba, solo podía verse bailando el vals, con sus brazos rodeándola por completo, sus manos juntas en encastre perfecto, dando vueltas y vueltas, feliz y plena, con su corazón latiendo como mil tambores.

¿Ese había sido el momento? ¿Habría pasado antes y no se dio cuenta?

En medio del baile lo único que veía era su rostro, tan cerca, tan claro, podía ver hasta las pecas negras que salpicaban sus retinas, esa mirada llena de asombro tan llena de pasión y de ternura. Si algo le había gustado de Darío siempre eran sus ojos. Transmitían tanto, eran tan transparentes.

Podía sentir la firme sujeción de sus manos, y la delicadeza de sus dedos largos. La calidez de su toque. Su perfume la envolvía y la mareaba.

Lo único que podía percibir además de la música, era el atronador latido de su corazón y la velocidad de vértigo a la que su sangre circulaba por sus venas.

Recién ahora se daba cuenta de lo que eso había significado. Sus sentimientos fueron naciendo y creciendo con el transcurso del tiempo, en la vida compartida. Pero solo ella los sentía.

Y ahora que sabía qué hacer ¿Cómo lo haría?


***

Darío dejó su taza vacía de café en la cocina, y con paso lento y cansado fue apagando las luces hasta llegar a su cuarto.

Se sacó con los pies las zapatillas, se desvistió mecánicamente sembrando su ropa todo el camino al baño. No estaba de ánimos ni para ser ordenado, como de costumbre. Abrió el grifo de la ducha y dejó el agua correr, necesitaba que el agua estuviera lo suficientemente caliente, quizás así lograra que su alma helada tomara algo de calor.

Su cabeza seguía dando vueltas en el día que había vivido. Dejó la puerta del baño abierta, la única luz provenía de la lámpara pequeña de la mesa de noche.

¿Sería posible que la reacción de Emma fuera algo más que solo sorpresa? ¿O serían sus ganas de ver más allá?

Ingresó bajo el rocío de la ducha, con la cabeza caída y apoyó las manos en la pared. Estaba tan abatido que no tenía energía para nada más.

Su corazón latió más fuerte al recordar el abrazo de la despedida. Cerró los ojos y volvió a respirar su aroma, a sentir los brazos alrededor del cuello, el tibio aliento en su cuello. Con una de sus manos revolvió su cabello y fue bajando hasta anclarse en su nuca. Se le erizó toda la piel tan solo evocando su recuerdo y un escalofrío recorrió su columna desde la nuca hasta la base. Revivió la calidez de sus cuerpos juntos. Tenerla aferrada a él se sentía tan bien, tan natural.

Recordó sus ojos, la manera en que lo miraba, su nariz pequeña, sus mejillas sonrosadas, su boca.

¡Oh su boca! Imaginó su sabor al besarla.

El agua y el vapor lo envolvían.

Su cerebro abrumado y su cuerpo afiebrado no lo dejaban pensar.

Solo podía sentir. Sentirla. Imaginarla. Desearla.

No sabía si estaba bien o si estaba mal, pero era inevitable. ¿Cómo tapar al sol con un dedo?

Imposible. Su cuerpo reaccionó como nunca antes lo había hecho con su recuerdo…



Continuará...


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