Darío llegó ese viernes a la estación de subtes sin saber cómo iba a afrontar las semanas que tenía por delante. Ahora que tenía claros sus sentimientos, estaba consciente de cada gesto, de cada mirada, de cada palabra, y estas semanas por venir no tenían buen prospecto. ¿Y si Emma se daba cuenta? No podía permitir que sus inquietudes la perturbaran. Ella se sentiría mal por no corresponderle, la entristecería, la abrumaría, aún más que con el viaje. Y ser la causa de su pena no era admisible, de hecho, si por él fuera, erradicaría esos malos sentimientos de la faz de la Tierra solo para que nunca los sintiera. Si pudiera transportarse en el tiempo sería genial, como para no estar en este proceso tormentoso de no saber qué hacer ni qué decir delante de ella.
El único problema sería a dónde ir, ¿al pasado para escoger otra carrera, otra cátedra, otra universidad? Definitivamente esa no era una opción, amaba su carrera, y la Universidad era una de las mejores del país. Jamás las cambiaría, además estaban sus amigos. Y estaba Emma.
¿Viajar al futuro? ¿Hacia cuál? ¿Uno donde sus sentimientos fueran distintos? ¿Uno donde Emma no estuviese? Por práctico que pareciese, tampoco era una opción. Después de casi no dormir en toda la semana, la conclusión había sido más que clara. Esa hermosa criatura estaba en su vida y era para quedarse. Eso era definitivo. Así fuera unilateralmente.
Pasaba las noches haciendo recuento mental de cada momento de su vida desde que la conoció tres años y medio atrás. Claro como el agua estaba el recuerdo del primer día de clase, cuando sus miradas se cruzaron, su sonrisa cálida le llegó al corazón y su aroma lo envolvió como un halo para llevarlo al recuerdo de su hogar.
Si tan solo les hubiera hecho caso a sus primeros instintos. Pero no, el temor a abrir su corazón a la persona equivocada no se lo permitió. Y fue allí cuando decidió que serían solo amigos. Por lo visto el universo tenía otros planes. Y él recién se estaba enterando.
Sus viajes juntos, la música compartida, las vacaciones, las clases de baile. Era tan fácil estar con Emma, eran tan iguales en tantas cosas, y tan distintos en otras. Se entendían, se comprendían, se valoraban y se respetaban. Y él la amaba con todo su ser.
Cuando era pequeño y se imaginaba su vida muchos años por delante, se veía construyendo casas, edificios, hasta puentes y carreteras, ciudades enteras. Quería viajar por el mundo, con sus planos y proyectos a cuestas, llevar refugio a quienes lo necesitaran. Llevar la comunicación y el transporte a todos. Siempre creyó que la comunicación es la base del entendimiento, y el entendimiento de la armonía. A medida pasaban los años la gran utopía tomó dimensiones más reales, pero la idea original permanecía.
¿Y ahora? ¿Cuál era su proyecto? No lo sabía. O mejor dicho lo intuía. Emma era su proyecto de vida. Con ella quería estar. Con ella quería crecer. Con ella quería envejecer.
Todavía quería construir casas y carreteras.
¿La mejor parte? Quería construir una casa, con la cerca blanca y el techo rojo, con una chimenea para afrontar los inviernos y enormes ventanas para ver el sol de los veranos, una cocina enorme porque Emma ama cocinar, muchos cuartos, para muchos niños, construiría también una casita en el árbol que fuera cuartel general para los aventureros, o fuerte para los indios, para hacer planes y preparar sorpresas para mamá, y tendría un perro, o quizás dos y por supuesto un gato con un cascabel. Un hermoso jardín lleno de flores y un patio trasero con mucho espacio para correr, para juegos infantiles y árboles de fruta. Quería construir una familia con Emma, con ella y por ella. Quería una y mil vidas a su lado.
Y sí, también una carretera, que los llevara por el sendero de la vida a su destino final, juntos. Una carretera con subidas y bajadas, con puentes y túneles, con tramos rectos y recodos, que atravesara todos los paisajes y todos los climas. Ya no le haría falta recorrer el mundo, porque su mundo sería Emma. Cómo no imaginar una vida así, si el sol salía cuando ella le sonreía, y se escondía cuando ella se despedía.
¿La peor parte? Todo esto solo le pasaba a él. Porque Emma lo veía como su mejor amigo, y podría arriesgarse y subir la apuesta, e imaginar que también lo viera como un hermano, ese hermano mayor que no tenía.
Dios, nada más patético que la mujer que amas te vea como un hermano. Y de seguro por eso se había puesto tan triste aquel día, seguro Malie, reaccionaba de la misma manera. O casi.
No podía asegurar qué dolía más, irse y no verla o quedarse y no tenerla.
Si el sol amanecía con ella cada día, iban a ser largos meses en total oscuridad.
Sin respirar su aroma a jazmines cada mañana, sin sentir la calidez de su cercanía.
Dos largos meses. Sin luz. Sin aire. Sin calor. Un cielo sin sol, sin luna y sin estrellas.
Emma salía de su casa como cada mañana, desde hacía tres días, esforzándose en sonreír. Aunque si la gente pudiera ver el fondo de su alma, lloraría como ella cada noche.
Las tardes estaban llenas de pedidos por cumplir y ramos que diseñar, aunque en épocas de exámenes Caro siempre tomaba más responsabilidades, en esta ocasión necesitaba estar muy ocupada, de esa manera evitaba cualquier minuto libre para pensar. Inés estaba preocupada por esta actitud, no era bueno para la salud tanto esfuerzo, pero Emma no quería ni escuchar hablar de que alguien tomara parte de sus responsabilidades. Madre e hija sabían que era una excusa, pero ninguna podía decir nada, al menos no todavía.
Emma maduraba sola sus emociones, y hasta ahora había hecho un gran trabajo. Lo dicho, hasta ahora.
No reconocía la imagen que le devolvía el espejo. Nunca en su vida había mentido o impostado un sentimiento. Pero no había escapatoria. Y la culpa la estaba torturando. No podía mostrarle a Inés cómo se sentía, no quería preocuparla con cosas que quizás no fueran tan definitivas.
A esta altura de los acontecimientos en realidad no podía estar segura casi de nada. Solo sabía que su corazón volvía a latir cuando bajaba la escalera y lo veía esperándola en el andén.
Trataba de disfrutar todos y cada uno de los momentos que tenían para compartir.
Con el correr de los días, notaba a Darío más tranquilo, con los planes más asentados, su buen humor había vuelto. Obviamente él estaba muy contento con su próximo viaje, y eso solo implicaba lo que ya sabía de memoria: eran amigos. Solo amigos. Y ella iba a interpretar su papel de la mejor manera posible. Oh vamos, lo había hecho por tres años y medio, ¿qué tan difícil podría ser hacerlo ahora por unas semanas más? Si los demás supieran cuánto le costaba.
Estaba más que consciente de cada gesto, de cada palabra, de cada acción, para que nada se notara, ni por más ni por menos.
Gracias al cielo Fer y Ana se unieron a ellos para estudiar. Era muy liberador tener a alguien más para interactuar. Así sentía que los nervios no la traicionarían.
Pasaban los fines de semana estudiando, el primer fin de semana tocó en casa de Fernando, el segundo en casa de Ana.
Indefectiblemente Darío la acompañaba a su casa, pero las despedidas eran breves, y la conversación obligada eran los temas de estudio a preparar para el día siguiente. No volvieron a hablar más sobre el viaje, un manto de silencio lo tapaba, era como tener un enorme elefante rosa en medio de la habitación y hacer de cuenta que no estaba, pero era mejor así. No parecía la manera más adulta de manejar la situación, pero por el momento les servía a los dos. Hasta en eso estaban sincronizados, si no lo mencionaban, quizás no se hiciera tan real ni tan cercano. Ya habría tiempo de despedirse cuando los exámenes terminaran y pudieran sanar las heridas.
Y como era de esperar, ese sábado tocaba estudiar en el departamento de Darío. Fernando y Ana llegarían después del almuerzo y se quedarían hasta terminar el último trabajo práctico. A partir del lunes solo quedaban exámenes por rendir y corazones por remendar.
Emma se levantó ese sábado con menos energía que de costumbre, estas tres semanas de largas jornadas laborales, y de estudio sin pausar ni siquiera los domingos, le estaban pasando factura.
Bajó la escalera hasta la cocina, con su pijama todavía puesto, arrastrando los pies solo con las medias por la escalera y encendió la cafetera. En la mesada, bajo su taza blanca con letras color fucsia, su madre había dejado una nota:
Pegó con un imán la nota a la puerta de la heladera, y sacó del refrigerador el pan para las tostadas, el queso, la jalea de fresa y el jugo de naranja. Si quería realizar todas sus tareas del día, mejor comenzar el día con un buen desayuno.
Mientras el pan se tostaba y el café se preparaba, buscó los ingredientes necesarios: para la hora del té llevaría sus galletas de nuez, a Darío le encantaban y a los chicos también. Con un suspiro cayó en la cuenta que las últimas veces que había preparado las benditas galletas eran para él. Sí, su madre también comía algunas, pero el destinatario, la causa por la que las preparaba era una sola: ella adoraba su cara de satisfacción cada vez que destapaba la fuente y veía las galletas desiguales, dulces y crocantes solo para él.
Dejó los ingredientes en la mesada y encendió el televisor de la cocina para tener compañía mientras desayunaba.
Se sentó en el banco alto y navegó por los canales buscando qué ver. Untó la primera tostada y comenzaron a rodar los títulos de “Nothing Hill”. Una de sus películas favoritas. Su romántico corazón no podía no emocionarse con esa historia de amor, casi de cuento de hadas. ¡Si tan solo fuera cierto que el amor siempre triunfa! Con seguir soñando un rato más nada se perdía.
Para cuando la película llegó a su fin, las galletas doradas salieron del horno. Y sus lágrimas de felicidad por el casamiento de Anna y William, se mezclaron con sus lágrimas de tristeza por la cada vez, más cercana e inevitable despedida.
Colocó las galletas en la fuente de vidrio con tapa, cargó el lavavajilla y lo encendió. Se preparó un emparedado y lo tostó, sirvió un vaso alto con jugo de naranja y subió a su cuarto con la bandeja cargada. Tenía apenas un rato para ducharse, almorzar y preparar el material para la tarde.
Cuando llegó a su cuarto, desconectó el teléfono móvil del cargador y se acostó en la cama unos instantes. Lo primero que hizo fue llamar a su madre.
—Hola mami, buen día.
—Hola cielo, ¿cómo estás?
—Muy bien, preparándome para salir esta tarde.
—¿Hoy se reúnen en lo de Darío? No te llamé antes para no despertarte, tienes un horario infernal, Emma debes descansar un poco más.
—Sí, lo sé mami, hoy nos reunimos en lo de Darío, y es el último trabajo práctico, la próxima semana son solo los exámenes y comienzan las vacaciones.
—Al fin termina este cuatrimestre. Estás agotada.
—Sí, ya se termina... —y su tono tenía más que ver con la pena que la envolvía cuando pensaba en ello que con la alegría de las vacaciones de invierno.
—¿Pudiste descansar o te despertaste temprano?
—Más o menos, mientras desayunaba preparé galletas para esta tarde y sí, antes que me lo digas, te separé algunas.
—Mejor así —dijo Inés riendo—, me encantan tus galletas.
—Tengo que hacerlas más seguido. ¿Por allí todo bien?
—Sí, mi vida, todo muy tranquilo, tú estudia mucho y no te preocupes por nada.
—Ok. Hablamos luego. Te quiero mami.
—Yo también Emma, besos.
—Besos.
Cortó la comunicación con su madre y buscó el servicio de mensajería y activó el contacto:
“Buen día, ya salieron del horno tus galletas de nuez. Nos vemos en un rato J”
La respuesta no se hizo esperar.
“Ahora sí puedo decir que son buenos días. ¿Son solo para mí o las tengo que compartir?”
Siempre era tan ocurrente, la hacía reír… y entre risas respondió.
“Hice el doble de cantidad que las que hago siempre, podrías compartir ¿No?”
Él seguía en línea y con el mismo tono juguetón, que tanto le gustaba.
“Bueno, separo la mitad y las guardo, y la otra mitad las comparto”
“Eres un acaparador de galletas”
“No podría estar más de acuerdo. ¿A qué hora vienes?”
“Alrededor de las 15.00, ¿Fer y Ana?”
“También, más o menos, si llegan muy tarde se quedan sin galletas”
“Eres terrible, me voy a preparar. Besos”
“Ok. Besos”
A las dos de la tarde ya había almorzado, preparado su mochila con los libros, los apuntes y su notebook, el pendrive con el resto de la información. Abrió el armario y eligió la ropa para esa tarde: jean azul muy gastado, sus zapatillas grises, las amaba, remera manga larga gris de cuello en v con detalles en color rosa, y el sweater gris con capucha. Ante todo, lo comodidad, no tenía idea cuántas horas les llevaría ese trabajo práctico.
Su abrigo gris con negro, guantes y bufanda rosa cerraron el conjunto. Estaba cómoda y abrigada, mejor imposible.
Le envió un mensaje a su madre avisando que ya salía de casa y bajó las escaleras en busca de las galletas. Ya en la puerta, esperó un taxi y partió con el corazón latiendo a mil por minuto a casa de Darío.
Cuando llegó, se sorprendió, lo vio desde el auto en el lobby, estaba esperándola, con una sonrisa increíble. Emma perdió el hilo de sus pensamientos, tanto así que el taxista tuvo que repetirle el importe a abonar.
Estaba por salir del auto, cuando Darío se acercó y le abrió la puerta.
—Hola —y le extendió la mano para ayudarla a bajar, mientras tomaba la fuente de vidrio al mismo tiempo.
—Ho-hola —Emma estaba realmente confundida. ¿Qué hacía allí esperándola? Y como si le hubiese leído el pensamiento, él articuló:
—Sabía que venías muy cargada, déjame ayudarte. No vayas a tirar mis galletas —y le guiñó un ojo cómplice.
Entraron juntos al edificio, y tomaron el ascensor. Ya más repuesta, preguntó:
—¿Fer y Ana, ya llegaron?
—Fer me envió un mensaje recién, ya pasó a buscarla, están de camino.
—Genial.
—Sip.
Como cada vez que Emma entraba al departamento de Darío no dejaba de asombrarse del orden que prevalecía. En el aire podía sentir la fragancia masculina que siempre lo envolvía. Su perfume estaba en todos lados, de manera sutil.
Se notaba un ambiente masculino, era tan acogedor, los colores usados en la decoración seguro tenían mucho que ver. Todo estaba combinado en tonos naturales, terracotas, marrones, algunos más claros, otros más oscuros, el piso de madera entarugada.
La sala con sus dos sillones frente al enorme plasma, con su mesa de centro con cajones y herrajes, se comunicaba con la cocina directamente, la barra con bancos altos separaba los ambientes, pero no les restaba amplitud. La mesa de cuatro puestos estaba sobre uno de los laterales. El gran ventanal con sus lisas cortinas llenaba de luz la estancia.
Darío dejó la fuente de vidrio en la barra y ayudó a Emma con su mochila y el abrigo. Lo colgó prolijamente en el pequeño armario junto a la entrada, y dejó la mochila apoyada en uno de los sillones.
Emma caminó hacia la ventana y su vista se perdió en el paisaje: la calle arbolada, casi vacía de follaje, con sus ramas desnudas entrelazadas en busca del cielo. Los autos que iban y venían, la gente en su eterno fluir. Un par de vecinos paseando con sus perros por la vereda. El puesto de flores en la esquina, daba la nota de color. El día se había tornado gris. Afuera reinaba el frío como en el centro de su alma.
El ruido del timbre la despertó de su ensoñación.
—Emma… llegaron los chicos.
Mientras Darío abría la puerta y los recibía, sacó todos los libros y apuntes de la mochila, conectó la notebook y fue a saludar a sus amigos.
Una vez todos acomodados alrededor de la mesa, el dueño de casa acercó la bandeja con las tazas de café, la azucarera, y un plato con algunas galletas. Había cuatro tazas y dos cucharas. Ana lo notó y dijo:
—¿No te faltan un par de cucharas?
—Nop, el de Emma ya tiene azúcar y crema, yo lo tomo solo.
—Ahh… cierto —y cruzó miradas con Fernando, muchas cosas estaban teniendo un cierre estos días.
—Bueno gente, antes empezamos, antes terminamos —dijo Darío como para salvar el silencio que se hizo después del comentario de Ana.
Y así pasaron la tarde, entre tazas de café, de té, galletas, y conversando de todo un poco, para amenizar el último trabajo práctico del semestre. Como cada uno había llevado su parte muy avanzada, solo era cuestión de ensamblar y ajustar. Todos llevaban conociéndose el tiempo suficiente para saber cómo pensaba cada uno. Y para mayor satisfacción trabajaban casi de la misma manera, ponerse de acuerdo era muy sencillo. Mucho antes de lo que habían anticipado estaban dando los toques finales.
Fernando estaba trabajando en la computadora de Emma, y solo quedaba la presentación del trabajo. Ana se desperezó.
—Tengo la espalda destrozada. Si me disculpan… —y se levantó de la silla para dejarse caer en el sillón con un sonoro suspiro de alivio.
—Estamos todos de igual modo —dijo Emma, que ya estaba cerrando libros y juntando apuntes, ordenando la mesa.
—Es casi hora de la cena, ¿comemos algo? —preguntó Darío.
—Si como una porción más de pizza este año voy a morir… —exclamó Fernando.
—Puedo cocinar algo… —dijo Darío.
—A ver Gato Dumas, ¿con qué nos vas a deleitar? —se burló Ana.
—Tanto como Gato Dumas no sé, pero mi comida es comible… —rio con sus amigos.
—Escucho propuestas —dijo Ana desde la comodidad del sillón.
Darío fue a la cocina, abrió alacenas y refrigerador, miró atentamente y dijo:
—Supremas de pollo al limón con ensalada verde. ¿Me ayudas Emma?
Aplausos y silbidos llenaron el ambiente, Fernando entonces acotó:
—Listo. Ustedes cocineritos vayan a por la cena, Ana y yo vamos por el postre. ¿Helado?
—Podemos pedirlo Fer…
—Necesito cambiar un poco de aire —y miró especulativamente a Ana, que saltó como resorte.
—¡Yo también!, llevo encerrada toda la semana, caminar un par de cuadras me va a venir más que bien.
Asomando su cabeza por la barra Emma dijo:
—Por favor se abrigan.
—¡Sí mamá! —dijeron a coro, estallando todos en risas.
—Fer, llévate la llave así no bajo.
—Ok, volvemos en un rato —abrió la puerta y le dejó paso a Ana, cerrando tras ambos la puerta.
Darío caminó hasta el equipo de música, y puso en aleatorio a Emelie Sande. Iba de camino a la cocina mientras Emma terminaba de acomodar la mesa, y se miraron los pies. Las zapatillas de ambos estaban bajo la mesa. Él sacudía la cabeza de un lado al otro y Emma enrojecía. Los dos con el mismo pensamiento, sin saberlo: tantas cosas en común.
Bajó el pollo del freezer, lo puso a descongelar en el microondas y sacó del cajón de las verduras algunas para la ensalada, un trozo de queso parmesano y unas nueces para picarlas luego. Los limones estaban en un bol sobre la mesada de granito.
De un cajón del mueble de la cocina retiró dos delantales. El suyo era todo negro, sin pechera, por debajo de las rodillas sin llegar a tocar el suelo y las tiras de atar eran tan largas que se ataban por delante. Se lo colocó ante la mirada atónita de ella.
El delantal de Emma tenía pechera, un bolsillo grande en el frente, también era largo y también negro.
Se acercó despacio, con ese andar entre felino y cadencioso, con el delantal en la mano. Emma esta petrificada. Era la imagen más sensual que había visto en Darío desde que tenía memoria.
Él se detuvo a tan solo dos pasos, tomó el delantal con las dos manos y lo alzó por sobre su cabeza, lo colocó en su cuello, con un movimiento que parecía cotidiano, aunque no lo fuera, acomodó su cabello por arriba del delantal.
Con su voz baja y melodiosa, le dijo suavemente:
—Gira.
Y sus manos en su cadera acompañaron el movimiento. Emma no podía ni respirar.
Tomó las tiras y las anudó en su espalda con un premeditado nudo doble. Necesitaría de su ayuda para sacarse el delantal.
Darío ancló sus manos en los costados de la cintura baja de Emma, bajó su boca hasta casi rozar su oreja, y respirando suavemente el aroma de sus cabellos, murmuró:
—Listo, a cocinar se ha dicho.
Emma pudo sentir la tibieza de su aliento en su cuello. Un escalofrío la atravesó entera. Tardó lo que parecía una eternidad, los dos segundos más largos en la historia de la humanidad, en reaccionar. Giró sobre sus talones y caminó hacia la cocina. Darío estaba colocando un par de sartenes en el fuego, apenas rociadas con un poco de aceite de oliva.
No podía dejar de mirarlo, descalzo, con delantal, el pelo revuelto como solo a él le quedaba bien, esa barba apenas crecida, y el pantalón que le colgaba de la cadera. Dios, tenía que concentrarse en cortar las verduras, sin perder algún dedo en el intento.
Darío puso las presas de pollo en el fuego, las saló y exprimió los limones sobre ellas. Las últimas gotas de jugo resbalaban por sus manos.
Tratando de encontrar su voz y la cordura, dijo:
—¿Dónde tienes un bol para preparar la ensalada?
Él se lavó las manos y las secó en su delantal, pasó por detrás de ella, que a cada segundo que pasaba se sentía más torpe, y sacó del mueble bajo la barra de desayunar, un bol enorme de vidrio con su base y cubiertos de madera. También le alcanzó las verduras, el colador y es escurridor para que pudiera preparar la ensalada.
—Emma ¿Tomas algo? ¿Agua? ¿Jugo? Vino no tengo…
—Casi no bebo vino y menos fuera de la cena… agua estará bien.
Sirvió dos copas de agua helada, y dejó la suya pasando muy cerca, apenas rozando su brazo al colocar la copa en la mesada. Emma se saltó una respiración. Él como si nada, siguió sus pasos hasta la cocina, para controlar sus presas de pollo. No fueran a quemarse.
Emma hizo acopio de toda su voluntad, juntó hasta el último gramo de concentración y pudo terminar la ensalada. La condimentó, agregó el queso rallado grueso y las nueces picadas.
Darío en algún momento dejó la cocina, para preparar la mesa para cuatro.
Estaba terminando de poner las servilletas cuando ella llegó con la ensalada y se juntaron en la cabecera de la mesa. Sus miradas se cruzaron y se perdieron la una en la otra.
Tanto silencio. Tanto para decir. Tanto sentimiento pugnando por salir.
Las puertas del ascensor se escucharon y luego las risas de Ana y Fer, mientras abrían la puerta.
Darío fue el primero en reponerse después de haberse perdido en el tiempo, fue solo un momento, pero el mundo se detuvo, estaba seguro.
—¡Al fin! Casi empezamos a comer sin ustedes… —dijo riendo.
—Había mucha gente en la heladería y además tu amiguito quiso ir a Vinnery, por una botella para la cena.
—Vamos a comer comida de verdad, merece un acompañamiento apropiado —replicó Fernando, muy orgulloso con su idea y con la compra.
—Seguro, por qué no —agregó Darío, normalmente no bebía salvo en fiestas y en muy poca cantidad, pero necesitaría de toda la ayuda posible para pasar esa noche sin cometer alguna estupidez, había estado a nada, literalmente a nada, de besar a Emma hasta dejarla inconsciente, si no fuera que Fer y Ana llegaron para salvar la situación.
Y podría jurar que sintió que el sentimiento y la necesidad eran mutuos.
Se acomodaron alrededor de la mesa y la cena transcurrió de manera amena, hablando de todo y nada. Ana se quedaría en Buenos Aires, Fernando iría unos días a la costa, necesitaba descansar o según sus palabras iba a morir por el agotamiento. El viaje de Darío ni asomó como tema de conversación durante la cena.
La comida llegó a su fin, así también la botella de vino. Ana y Emma sirvieron el helado en las copas, les agregaron un par de obleas y las colocaron en una bandeja que acercaron a la mesa de centro frente a los sillones.
Los chicos por su lado recogieron la mesa, Darío cargó el lavavajilla y encendió la cafetera, para lo que sería el último café de la noche.
Se acomodaron en los sillones y buscaron una película para ver mientras comían el postre. Lindos como eran, dejaron a las chicas elegir, para su sorpresa ellas optaron por The Great Gatsby.
Promediando la mitad de la película, el cansancio de la semana y la copa de vino en la cena, hicieron efecto, Emma se durmió en el hombro de Darío. Él en un acto reflejo la acomodó mejor y le sacó los anteojos, la miraba con una ternura infinita. Tan concentrado en su burbuja estaba, contemplando a Emma dormir, la expresión de su rostro sereno, el suave vaivén de su pecho al respirar, la sentía cálida y laxa junto a él, y solo quería que ese momento fuera eterno, nada más importaba, nada más existía, tanto así, que bajó su guardia, y ni se percató de la manera en que Fer y Ana lo miraban.
Cuando levantó la mirada, se encontró con la expresión de satisfacción de sus amigos.
—¿Qué? —preguntó, sabiendo de antemano la respuesta a la inquietud.
—¿Desde cuándo? —la sonrisa de Fer era genuina.
Con un largo suspiro, echó su cabeza hacia atrás, tomó aire y respondió:
—Supongo que, desde siempre, pero caí en la cuenta en la fiesta de mis padres.
—¿Pero por qué te vas? —Ana no entendía el punto.
—Lo de Hakim y el curso ya está organizado, y además ni siquiera me cuestiono si Emma siente lo mismo. No podría arriesgar lo que tenemos por algo que no tendría futuro.
—¿Y cómo sabes que no tiene futuro? ¿Le preguntaste? —si fuera por ella, despertaría a Emma en ese instante solo para salir de dudas.
—No, no le pregunté y no hace falta hacerlo tampoco, siempre nos vimos como amigos, casi como hermanos, tengo que alejarme, tomar distancia y pensar qué hacer más adelante.
—Suerte con eso —dijo Fernando—. No se te ve como algo pasajero amigo. Nosotros nos vamos, cuando llegamos hace un rato estaba el señor de seguridad, no bajes, él nos abre.
Fernando y Ana fueron hasta el armario, tomaron sus abrigos y mochilas. Volvieron al sillón a saludar.
—¿Ana me haces un favor?
—Sí, claro, dime.
—Ve a mi cuarto, al lado de la ventana hay un sillón que tiene una manta tejida encima ¿La traerías por favor?
—Ya vuelvo —y Ana fue hacia el dormitorio. Nunca había entrado, pero no había que ser un genio para saber que ahí vivía Darío, se notaba que era su espacio en cada detalle.
Le alcanzó a su amigo la manta y le dijo:
—Es preciosa.
—La tejió mi mamá —dijo con emoción, en ese momento la abrió y cubrió la espalda y las piernas de Emma que descansaban en el sillón.
Ana recogió las copas de helados y las tazas de café, colocó todo en la pileta. Y se acercó al sillón, tocó la cabeza de Emma, y dejó un beso en la mejilla de Darío.
—Descansa. Hablamos mañana.
—Tú también.
Fernando la esperaba con la puerta abierta. La dejó pasar y se fueron en busca del ascensor.
Darío quedó solo. Con Emma. Dormida en sus brazos.
¿Qué diablos iba a hacer?
Sabía demasiado bien qué quería hacer, y así de bien sabía que no lo haría.
Lo primero era llamar a Inés, a esa hora de la noche seguro se estaría empezando a preocupar.
Buscó el teléfono entre sus contactos y dio curso a la llamada.
—Hola —su voz familiar lo confortó.
—Hola Inés ¿Cómo estás?
—¡Darío! ¿Todo bien? ¿Y Emma?
—Sí, todo está bien, no te preocupes. Terminamos el trabajo práctico y cenamos con Fer y Ana.
—Ajá —el escepticismo de Inés se ponía de manifiesto.
—Y Emma se durmió.
—¿Cómo que se durmió?
—Sí, estábamos tomando el postre mirando una película y se quedó dormida. ¿Prefieres que la despierte ahora y la llevo a tu casa, o cuando se despierte sola? estaba tan cansada que cayó rendida.
—¡Ay mi cielo, tuvo unos días terribles! Solo porque confío plenamente en ti, déjala dormir y cuando se despierte que me llame —dijo tranquila, pero en tono severo. Amaba a ese chico, si en alguien confiaría a su hija, sería en él.
—Estamos en el sillón, aquí nos quedamos hasta que despierte Inés.
—Sé que así será. Descansa tú también. Un beso.
—Gracias Inés. Un beso.
Los chicos habían apagado casi todas las luces, solo dejaron las de la alacena de la cocina y el televisor encendido. La sala estaba cálida y un manto de paz se había instalado en su torturado corazón.
Puso el televisor en mudo, colocó los pies sobre la mesa de centro y bajó su cuerpo hasta el borde del sillón. Se tapó apenas con la manta y Emma se removió inquieta a su lado. Estaba soñando y sonreía. La imagen lo llenó de ternura. Hasta que vio que sus labios se movían, y algo decía. Acercó su oreja para escuchar mejor y los latidos de su corazón se detuvieron.
Ella lo llamaba. En sueños ella lo llamaba. Y suspiraba. Por él suspiraba. Por él sonreía en sueños.
La mezcla de emociones que lo embargaban no podía ser descrita o medida. Si lo llamaba, era porque había algo más. Ese algo más que era lo que él quería, lo que él anhelaba, lo que necesitaba para seguir viviendo.
Eso quería decir que el momento antes de la cena, no había sido producto de su mente afiebrada, de sus deseos. Había sido real. Y ahora la pregunta era ¿Para ella también era real? ¿Ya se habría dado cuenta? ¿O todo esto pertenecía al mundo de la inconsciencia, de los sueños?
No sabía con certeza, y esta noche tampoco lo iba a poder averiguar. Si todo era parte de la noche, de la oscuridad, del sueño, trataría por todos los medios a su alcance de que durara lo mayor cantidad de tiempo posible.
Estiró la mano y alcanzó el control remoto. Apagó el televisor, dejando aún más en penumbra la sala. Tomó con su mano derecha la mano izquierda de Emma. Besó cada dedo. Besó la palma de su mano y su dorso.
Sintió la suavidad de su piel, adivinó en la noche su blancura y respiró su aroma.
Encerró con su mano la de ella y la dejó apoyada en el centro de su pecho. Justo por arriba del latir de su corazón. Y notó como ambos latidos se hacían uno, marcando el mismo compás.
Acomodó la manta en su espalda una vez más y dejó su mano por fuera a la altura de su pequeña cintura. La acercó más hacia sí mismo. Apoyó su mejilla sobre el tope de su cabeza.
Y dejó que el mundo de los sueños se lo llevara lejos, allí donde todo era posible.
Allí donde Emma era suya por siempre.
A través del ventanal de la sala se filtraban los primeros rayos de sol, con sus tintes anaranjados, apenas luminosos, apenas tibios. Poco a poco la estancia se fue llenando de más luces que sombras.
El concierto de la ciudad despertando con el alba, terminó de despabilar a Darío. Algún que otro perro ladraba, alguna que otra bocina se escuchaba. Respiró hondo y reconoció su entorno. No era su cama, estaba todo torcido en el sillón de su casa y había descansado mejor que en los últimos diez años. Se sentía fuerte, pleno de energía, feliz y satisfecho. La mujer que amaba estaba profundamente dormida abrazada a su cintura, con la cabeza en su pecho. Torció su cuello para observar su sereno dormir. Ella tan hermosa. Acarició su brazo desde el codo al hombro varias veces, y besó sus cabellos. Fue un gesto tan espontáneo, que lo conmovió la naturalidad que lo envolvió. Quería despertarse con Emma en brazos cada día de su vida. En ese momento lo supo con rotundidad. Aunque se fuera de viaje por dos infernales meses, o por mil años, nada cambiaría sus sentimientos, ni siquiera el no ser correspondido. Emma era suya, si no en la práctica, lo sería por siempre en su alma y en su corazón. Y él sería suyo, porque no podría pertenecer a nadie más, nunca jamás.
Emma suspiró y se removió en su lugar. Acomodó la cabeza y ajustó su abrazo, como si supiera con quién estaba, dónde estaba y eso fuera lo correcto. Su corazón se llenó de una tibieza desconocida que lo recorrió de la cabeza a los pies. Con su mano libre revolvió su más que desordenado cabello y la sonrisa se instaló en su rostro.
Perdido en sus fantasías, esperó paciente que Emma se despertara. Los minutos pasaban y la dicha se anclaba en su corazón, mientras disfrutaba de esos momentos. ¿Qué le diría cuando se despertara? ¿Cómo reaccionaría Emma? No tenía las respuestas, y por muchas vueltas que diera, no lo sabría hasta que ese momento llegara. Decidió una vez más, dejar de pensar.
Emma estiró un poco las piernas y entreabrió los ojos. Se sentía relajada y su aroma, como siempre, la envolvió. Notó su mano apoyada en la cintura de Darío, la mano de él cubriendo la suya, el sube y baja de su rítmica respiración. No sabía si lo que estaba pasando era lo correcto, pero se sentía tan bien. Se quedó muy quieta. Un rápido paneo con los ojos a medio abrir le dijo todo lo que necesitaba saber: habían pasado la noche juntos, en el sillón de su casa, y en su vida se había sentido mejor.
Definitivamente ese era su lugar en el mundo.
Mil inquietudes cruzaban por su cabeza, mil certezas se instalaron en su corazón.
Inspiró profundo y tomó coraje para mirarlo a los ojos. Levantó muy despacio su cabeza, sin mover un solo milímetro de su cuerpo para ningún lado, no sabía que deparaba el destino, pero no iba a desperdiciar una gota de su cercanía por nada del mundo. Darío que jugaba ausente con las puntas de sus cabellos, se percató del movimiento en su pecho y bajó su mirada a Emma. Se encontró con la mirada dulce y adormilada de los ojos pardos que eran su perdición.
—Hey… buen día hermosa… ¿cómo estás? —Y acto seguido besó su frente y su mirada se perdió otra vez en la de Emma.
—Buen día… bien ¿Y tú? —Pestañeó varias veces, respiró hondo y allí se quedó.
—Muy bien de hecho, ¿pudiste descansar?
—Sí.
—Anoche llamé a tu mamá, le conté qué había pasado y me dijo que te dejara dormir, que cuando te despertaras la llamaras.
—Ok. ¿Solo eso dijo?
—No… dijo que no se preocuparía porque estabas conmigo.
—¡Oooh!
—Sip… ¡Oooh! —Y ambos sonrieron.
—Es algo temprano Emma, pero… ¿quieres desayunar?
—¿Temprano? ¿Qué hora es? —preguntó mientras se reincorporaba y quedaba sentada sobre sus piernas en el sillón, con la manta resbalando al suelo.
Darío se levantó, fue hasta la mesa donde estaba el celular y después de consultarlo respondió: —07.30 “on the deck”.
Emma se levantó del sillón, dobló con cuidado la manta y la apoyó en el respaldo. Acomodó su cabello un poco con los dedos y tomando la mochila, dijo:
—¡Desayuno suena genial! Ya vuelvo —y caminó hacia el baño para su ritual mañanero.
Cuando Emma regresó a los pocos minutos, encontró la mesa para dos con el desayuno.
Las tazas estaban preparadas, la azucarera, las tostadas, queso y jalea, dos copas con jugo de naranja y el café estaba casi listo. En un plato había algunas de las galletas de nuez.
—Mi turno —dijo Darío y la dejó sola.
Emma utilizó esos minutos de privacidad para llamar a su casa, era muy temprano, pero era necesario. Tomó el celular y marcó el discado rápido que la comunicaría con su madre.
—Hola Emma.
—Hola mami… yo... lo siento debí llamarte anoche y… —su madre la interrumpió.
—Emma cielo, sí debiste hacerlo, pero dormida como estabas era un poco complicado ¿no te parece?
—Sí.
—Darío me llamó y me explicó lo que había pasado, yo le dije que te dejara descansar, y lo hice porque confío en él y por sobre todas las cosas confío en ti.
—Gracias… yo… —Emma estaba tan aturdida con toda la situación que, por una vez en su vida, se había quedado sin palabras.
—Emma hija, sé qué te pasa, y también sé por qué, no creas que no te conozco, lo supe antes que tú misma. Pero no era mi lugar decírtelo, te repito, confío en ti y sé que tomarás las decisiones que tengas que tomar con madurez y responsabilidad.
—Mami, nada pasó con Darío anoche, solo…
—Lo sé, cielo, lo sé. ¿Ya desayunaste?
—No todavía, ya casi.
—Bien, desayuna, voy a estar en casa, cuando estés lista hablaremos de todo esto.
—Gracias de nuevo mami, no sé qué haría sin ti.
—Tranquila Emma, todo va a estar bien. Nos vemos luego, besos.
—Te quiero… besos.
Estaba guardando su teléfono cuando Darío volvió, se había cambiado la remera por una negra de manga larga, el jean de hoy era uno muy gastado casi celeste y llevaba el pelo revuelto y mojado. Y por supuesto seguía sin estar afeitado. La imagen le hizo perder el hilo de pensamiento ¿Cómo diablos iba a hacer para estar sin él?
—Voy por el café —dijo Darío a la vez que corría la silla para que ella se sentara.
Se acercó con la cafetera en la mano y sirvió las dos tazas, la apoyó en la mesa y se sentó. Le pasó la azucarera y se sirvió una galleta de nuez. Cuando Emma terminó de revolver su café sus miradas se cruzaron.
Desayunaron en silencio unos minutos, hasta que se terminaron las tostadas y las galletas. Juntos levantaron la mesa y cuando todo estuvo ordenado, él decidió romper el silencio.
—¿Más café?
—Sí, gracias.
Sirvió de nuevo las dos tazas y se fue andando hasta el sillón.
Le había dado muchas vueltas durante la noche antes de dormirse, al despertarse, mientras desayunaba… estaba muy seguro de sus sentimientos y casi que de los de Emma también. Si el viaje era un elefante rosa en medio de la habitación, todo esto era otro, todavía más grande.
Emma se sentó y tomó la taza que él le ofrecía. Darío lo hizo frente a ella en la mesa de centro, con las piernas abiertas, los codos en las rodillas y sosteniendo la taza con ambas manos.
Ella lo miraba con su cabeza ladeada, y el dolor se instaló en su corazón otra vez. Si él estaba así, seguro iban a hablar del viaje y ella no sabría cómo disimularlo.
Ambos bebieron un par de sorbos de café y con la mirada anclada en la del otro dejaron las tazas de costado. Darío tomó las manos temblorosas de Emma entre las suyas y las besó. Ella dejó de respirar y toda la sangre del cuerpo se le agolpó en las mejillas. Su corazón latía cada vez más veloz.
Él sostuvo la mirada y con voz muy baja, apenas por encima de un susurro, comenzó a decir:
—Emma… sabes que en unos días no debería estar aquí y es un tema que en las últimas semanas no hablamos. Cuando decidí tomar el curso mis motivos eran válidos, por decirlo de alguna manera, ahora creo que ya no lo son.
—¿Qué? ¿Cómo?... —Emma no daba crédito a lo que estaba escuchando.
Darío soltó solo una de sus manos para correrla por su cabeza, un gesto que hacía a menudo, pero cuando estaba nervioso, como hoy, se estiraba los cabellos con saña.
—En la fiesta de aniversario de mis padres, mi vida cambió, me di cuenta de muchas cosas, que estaban pasando ante mis ojos y como un tonto no las veía. Y darme cuenta me desestabilizó, hasta que pude encontrarle el sentido. Y ya lo encontré. Mi sentido eres tú. Mi vida se apaga si no estás en ella. Mi vida no tiene sentido si no puedo compartirla contigo. Dudé. Una y mil veces dudé si debía decírtelo o no, pero no puedo más. Verte llorar como aquel día me destroza, me impide respirar, quiero ser quien te haga reír, quien te haga feliz. Quiero llenar tu vida, como tú llenas la mía. Quiero una vida contigo. Eres mi amiga, mi compañera, eres parte indisoluble de mi alma. Quiero que seas mía como yo ya soy tuyo, y jamás podré ser de nadie más. Quiero una casa grande, quiero muchos hijos, que tengan tus ojos y tu hermoso corazón. Quiero todo eso y más, y lo quiero solo contigo. Te amo con mi alma, con todo lo que soy y con todo lo que puedo ser.
Darío hablaba de corrido, casi sin respirar, mirándola profundamente a los ojos, con la mirada encendida de la emoción y el alma desnuda. Su corazón expuesto, latiendo desenfrenado.
Emma estaba por completo en carne viva, verlo así, tan vulnerable, tan sincero, nada existía en derredor, solo ellos dos, en un mismo respirar, en un mismo latir. Sintió su amor envolverla entera. No había dudas, ella sentía lo mismo que él, tenía tanto por decir, que las palabras se le enredaban unas con otras. Toda ella vuelta sentimiento. Se sentía amada, protegida, segura, confiada. Sabía que su vida sería otra a partir de ese momento. Ella que esperaba su caballero de blanca armadura, lo había encontrado.
Se deshizo de su agarre y acarició su cabello, el contorno de su rostro, todo él vibraba como un diapasón. Dijo en voz alta las únicas palabras que ponían en manifiesto sus propios sentimientos:
—Te amo tanto como tú a mí —y le sonrió.
Darío se puso de pie y llevó consigo a Emma, que temblaba de anticipación, con los ojos brillantes y el corazón desbocado. La tomó de una mano mientras con la otra despejaba el cabello de su frente y bajaba por el contorno de sus mejillas hasta la barbilla. Sujetando su cara con apenas las puntas de sus dedos, elevó el rostro y su mirada se perdió en su boca, tan conocida y misteriosa a la vez.
Llevó sus manos entrelazadas hacia la espalda de Emma y la sujetó contra su pecho con un abrazo firme, demostrándole así cuánto necesitaba tenerla cerca. En esos segundos el mundo cambió para los dos, sus almas se unieron más allá de lo tangible.
Su mano libre sujetó a Emma por la nuca y se fusionaron en el primero de sus besos. El toque suave, tímido y curioso, se demoró lo suficiente para desatar el fuego que los consumía.
Darío besó sus labios lentamente, viajando por uno, luego por otro, demorándose en la comisura y haciéndole cosquillas, retirándose apenas para que ella hiciera lo mismo. Solo tomó un instante y Emma devolvió el beso con la misma entrega. Y así, con idas y vueltas, el beso subió en intensidad, las caricias se hacían insuficientes mientras exploraban sus bocas con las lenguas entrelazadas en un baile sin fin.
El único problema sería a dónde ir, ¿al pasado para escoger otra carrera, otra cátedra, otra universidad? Definitivamente esa no era una opción, amaba su carrera, y la Universidad era una de las mejores del país. Jamás las cambiaría, además estaban sus amigos. Y estaba Emma.
¿Viajar al futuro? ¿Hacia cuál? ¿Uno donde sus sentimientos fueran distintos? ¿Uno donde Emma no estuviese? Por práctico que pareciese, tampoco era una opción. Después de casi no dormir en toda la semana, la conclusión había sido más que clara. Esa hermosa criatura estaba en su vida y era para quedarse. Eso era definitivo. Así fuera unilateralmente.
Pasaba las noches haciendo recuento mental de cada momento de su vida desde que la conoció tres años y medio atrás. Claro como el agua estaba el recuerdo del primer día de clase, cuando sus miradas se cruzaron, su sonrisa cálida le llegó al corazón y su aroma lo envolvió como un halo para llevarlo al recuerdo de su hogar.
Si tan solo les hubiera hecho caso a sus primeros instintos. Pero no, el temor a abrir su corazón a la persona equivocada no se lo permitió. Y fue allí cuando decidió que serían solo amigos. Por lo visto el universo tenía otros planes. Y él recién se estaba enterando.
Sus viajes juntos, la música compartida, las vacaciones, las clases de baile. Era tan fácil estar con Emma, eran tan iguales en tantas cosas, y tan distintos en otras. Se entendían, se comprendían, se valoraban y se respetaban. Y él la amaba con todo su ser.
Cuando era pequeño y se imaginaba su vida muchos años por delante, se veía construyendo casas, edificios, hasta puentes y carreteras, ciudades enteras. Quería viajar por el mundo, con sus planos y proyectos a cuestas, llevar refugio a quienes lo necesitaran. Llevar la comunicación y el transporte a todos. Siempre creyó que la comunicación es la base del entendimiento, y el entendimiento de la armonía. A medida pasaban los años la gran utopía tomó dimensiones más reales, pero la idea original permanecía.
¿Y ahora? ¿Cuál era su proyecto? No lo sabía. O mejor dicho lo intuía. Emma era su proyecto de vida. Con ella quería estar. Con ella quería crecer. Con ella quería envejecer.
Todavía quería construir casas y carreteras.
¿La mejor parte? Quería construir una casa, con la cerca blanca y el techo rojo, con una chimenea para afrontar los inviernos y enormes ventanas para ver el sol de los veranos, una cocina enorme porque Emma ama cocinar, muchos cuartos, para muchos niños, construiría también una casita en el árbol que fuera cuartel general para los aventureros, o fuerte para los indios, para hacer planes y preparar sorpresas para mamá, y tendría un perro, o quizás dos y por supuesto un gato con un cascabel. Un hermoso jardín lleno de flores y un patio trasero con mucho espacio para correr, para juegos infantiles y árboles de fruta. Quería construir una familia con Emma, con ella y por ella. Quería una y mil vidas a su lado.
Y sí, también una carretera, que los llevara por el sendero de la vida a su destino final, juntos. Una carretera con subidas y bajadas, con puentes y túneles, con tramos rectos y recodos, que atravesara todos los paisajes y todos los climas. Ya no le haría falta recorrer el mundo, porque su mundo sería Emma. Cómo no imaginar una vida así, si el sol salía cuando ella le sonreía, y se escondía cuando ella se despedía.
¿La peor parte? Todo esto solo le pasaba a él. Porque Emma lo veía como su mejor amigo, y podría arriesgarse y subir la apuesta, e imaginar que también lo viera como un hermano, ese hermano mayor que no tenía.
Dios, nada más patético que la mujer que amas te vea como un hermano. Y de seguro por eso se había puesto tan triste aquel día, seguro Malie, reaccionaba de la misma manera. O casi.
No podía asegurar qué dolía más, irse y no verla o quedarse y no tenerla.
Si el sol amanecía con ella cada día, iban a ser largos meses en total oscuridad.
Sin respirar su aroma a jazmines cada mañana, sin sentir la calidez de su cercanía.
Dos largos meses. Sin luz. Sin aire. Sin calor. Un cielo sin sol, sin luna y sin estrellas.
***
Emma salía de su casa como cada mañana, desde hacía tres días, esforzándose en sonreír. Aunque si la gente pudiera ver el fondo de su alma, lloraría como ella cada noche.
Las tardes estaban llenas de pedidos por cumplir y ramos que diseñar, aunque en épocas de exámenes Caro siempre tomaba más responsabilidades, en esta ocasión necesitaba estar muy ocupada, de esa manera evitaba cualquier minuto libre para pensar. Inés estaba preocupada por esta actitud, no era bueno para la salud tanto esfuerzo, pero Emma no quería ni escuchar hablar de que alguien tomara parte de sus responsabilidades. Madre e hija sabían que era una excusa, pero ninguna podía decir nada, al menos no todavía.
Emma maduraba sola sus emociones, y hasta ahora había hecho un gran trabajo. Lo dicho, hasta ahora.
No reconocía la imagen que le devolvía el espejo. Nunca en su vida había mentido o impostado un sentimiento. Pero no había escapatoria. Y la culpa la estaba torturando. No podía mostrarle a Inés cómo se sentía, no quería preocuparla con cosas que quizás no fueran tan definitivas.
A esta altura de los acontecimientos en realidad no podía estar segura casi de nada. Solo sabía que su corazón volvía a latir cuando bajaba la escalera y lo veía esperándola en el andén.
Trataba de disfrutar todos y cada uno de los momentos que tenían para compartir.
Con el correr de los días, notaba a Darío más tranquilo, con los planes más asentados, su buen humor había vuelto. Obviamente él estaba muy contento con su próximo viaje, y eso solo implicaba lo que ya sabía de memoria: eran amigos. Solo amigos. Y ella iba a interpretar su papel de la mejor manera posible. Oh vamos, lo había hecho por tres años y medio, ¿qué tan difícil podría ser hacerlo ahora por unas semanas más? Si los demás supieran cuánto le costaba.
Estaba más que consciente de cada gesto, de cada palabra, de cada acción, para que nada se notara, ni por más ni por menos.
Gracias al cielo Fer y Ana se unieron a ellos para estudiar. Era muy liberador tener a alguien más para interactuar. Así sentía que los nervios no la traicionarían.
Pasaban los fines de semana estudiando, el primer fin de semana tocó en casa de Fernando, el segundo en casa de Ana.
Indefectiblemente Darío la acompañaba a su casa, pero las despedidas eran breves, y la conversación obligada eran los temas de estudio a preparar para el día siguiente. No volvieron a hablar más sobre el viaje, un manto de silencio lo tapaba, era como tener un enorme elefante rosa en medio de la habitación y hacer de cuenta que no estaba, pero era mejor así. No parecía la manera más adulta de manejar la situación, pero por el momento les servía a los dos. Hasta en eso estaban sincronizados, si no lo mencionaban, quizás no se hiciera tan real ni tan cercano. Ya habría tiempo de despedirse cuando los exámenes terminaran y pudieran sanar las heridas.
Y como era de esperar, ese sábado tocaba estudiar en el departamento de Darío. Fernando y Ana llegarían después del almuerzo y se quedarían hasta terminar el último trabajo práctico. A partir del lunes solo quedaban exámenes por rendir y corazones por remendar.
Emma se levantó ese sábado con menos energía que de costumbre, estas tres semanas de largas jornadas laborales, y de estudio sin pausar ni siquiera los domingos, le estaban pasando factura.
Bajó la escalera hasta la cocina, con su pijama todavía puesto, arrastrando los pies solo con las medias por la escalera y encendió la cafetera. En la mesada, bajo su taza blanca con letras color fucsia, su madre había dejado una nota:
“Emma me fui a la florería temprano, Caro hoy no viene. Desayuna rico.
Te quiero <3
Besos, Mamá”
Te quiero <3
Besos, Mamá”
Pegó con un imán la nota a la puerta de la heladera, y sacó del refrigerador el pan para las tostadas, el queso, la jalea de fresa y el jugo de naranja. Si quería realizar todas sus tareas del día, mejor comenzar el día con un buen desayuno.
Mientras el pan se tostaba y el café se preparaba, buscó los ingredientes necesarios: para la hora del té llevaría sus galletas de nuez, a Darío le encantaban y a los chicos también. Con un suspiro cayó en la cuenta que las últimas veces que había preparado las benditas galletas eran para él. Sí, su madre también comía algunas, pero el destinatario, la causa por la que las preparaba era una sola: ella adoraba su cara de satisfacción cada vez que destapaba la fuente y veía las galletas desiguales, dulces y crocantes solo para él.
Dejó los ingredientes en la mesada y encendió el televisor de la cocina para tener compañía mientras desayunaba.
Se sentó en el banco alto y navegó por los canales buscando qué ver. Untó la primera tostada y comenzaron a rodar los títulos de “Nothing Hill”. Una de sus películas favoritas. Su romántico corazón no podía no emocionarse con esa historia de amor, casi de cuento de hadas. ¡Si tan solo fuera cierto que el amor siempre triunfa! Con seguir soñando un rato más nada se perdía.
Para cuando la película llegó a su fin, las galletas doradas salieron del horno. Y sus lágrimas de felicidad por el casamiento de Anna y William, se mezclaron con sus lágrimas de tristeza por la cada vez, más cercana e inevitable despedida.
Colocó las galletas en la fuente de vidrio con tapa, cargó el lavavajilla y lo encendió. Se preparó un emparedado y lo tostó, sirvió un vaso alto con jugo de naranja y subió a su cuarto con la bandeja cargada. Tenía apenas un rato para ducharse, almorzar y preparar el material para la tarde.
Cuando llegó a su cuarto, desconectó el teléfono móvil del cargador y se acostó en la cama unos instantes. Lo primero que hizo fue llamar a su madre.
—Hola mami, buen día.
—Hola cielo, ¿cómo estás?
—Muy bien, preparándome para salir esta tarde.
—¿Hoy se reúnen en lo de Darío? No te llamé antes para no despertarte, tienes un horario infernal, Emma debes descansar un poco más.
—Sí, lo sé mami, hoy nos reunimos en lo de Darío, y es el último trabajo práctico, la próxima semana son solo los exámenes y comienzan las vacaciones.
—Al fin termina este cuatrimestre. Estás agotada.
—Sí, ya se termina... —y su tono tenía más que ver con la pena que la envolvía cuando pensaba en ello que con la alegría de las vacaciones de invierno.
—¿Pudiste descansar o te despertaste temprano?
—Más o menos, mientras desayunaba preparé galletas para esta tarde y sí, antes que me lo digas, te separé algunas.
—Mejor así —dijo Inés riendo—, me encantan tus galletas.
—Tengo que hacerlas más seguido. ¿Por allí todo bien?
—Sí, mi vida, todo muy tranquilo, tú estudia mucho y no te preocupes por nada.
—Ok. Hablamos luego. Te quiero mami.
—Yo también Emma, besos.
—Besos.
Cortó la comunicación con su madre y buscó el servicio de mensajería y activó el contacto:
“Buen día, ya salieron del horno tus galletas de nuez. Nos vemos en un rato J”
La respuesta no se hizo esperar.
“Ahora sí puedo decir que son buenos días. ¿Son solo para mí o las tengo que compartir?”
Siempre era tan ocurrente, la hacía reír… y entre risas respondió.
“Hice el doble de cantidad que las que hago siempre, podrías compartir ¿No?”
Él seguía en línea y con el mismo tono juguetón, que tanto le gustaba.
“Bueno, separo la mitad y las guardo, y la otra mitad las comparto”
“Eres un acaparador de galletas”
“No podría estar más de acuerdo. ¿A qué hora vienes?”
“Alrededor de las 15.00, ¿Fer y Ana?”
“También, más o menos, si llegan muy tarde se quedan sin galletas”
“Eres terrible, me voy a preparar. Besos”
“Ok. Besos”
***
A las dos de la tarde ya había almorzado, preparado su mochila con los libros, los apuntes y su notebook, el pendrive con el resto de la información. Abrió el armario y eligió la ropa para esa tarde: jean azul muy gastado, sus zapatillas grises, las amaba, remera manga larga gris de cuello en v con detalles en color rosa, y el sweater gris con capucha. Ante todo, lo comodidad, no tenía idea cuántas horas les llevaría ese trabajo práctico.
Su abrigo gris con negro, guantes y bufanda rosa cerraron el conjunto. Estaba cómoda y abrigada, mejor imposible.
Le envió un mensaje a su madre avisando que ya salía de casa y bajó las escaleras en busca de las galletas. Ya en la puerta, esperó un taxi y partió con el corazón latiendo a mil por minuto a casa de Darío.
Cuando llegó, se sorprendió, lo vio desde el auto en el lobby, estaba esperándola, con una sonrisa increíble. Emma perdió el hilo de sus pensamientos, tanto así que el taxista tuvo que repetirle el importe a abonar.
Estaba por salir del auto, cuando Darío se acercó y le abrió la puerta.
—Hola —y le extendió la mano para ayudarla a bajar, mientras tomaba la fuente de vidrio al mismo tiempo.
—Ho-hola —Emma estaba realmente confundida. ¿Qué hacía allí esperándola? Y como si le hubiese leído el pensamiento, él articuló:
—Sabía que venías muy cargada, déjame ayudarte. No vayas a tirar mis galletas —y le guiñó un ojo cómplice.
Entraron juntos al edificio, y tomaron el ascensor. Ya más repuesta, preguntó:
—¿Fer y Ana, ya llegaron?
—Fer me envió un mensaje recién, ya pasó a buscarla, están de camino.
—Genial.
—Sip.
Como cada vez que Emma entraba al departamento de Darío no dejaba de asombrarse del orden que prevalecía. En el aire podía sentir la fragancia masculina que siempre lo envolvía. Su perfume estaba en todos lados, de manera sutil.
Se notaba un ambiente masculino, era tan acogedor, los colores usados en la decoración seguro tenían mucho que ver. Todo estaba combinado en tonos naturales, terracotas, marrones, algunos más claros, otros más oscuros, el piso de madera entarugada.
La sala con sus dos sillones frente al enorme plasma, con su mesa de centro con cajones y herrajes, se comunicaba con la cocina directamente, la barra con bancos altos separaba los ambientes, pero no les restaba amplitud. La mesa de cuatro puestos estaba sobre uno de los laterales. El gran ventanal con sus lisas cortinas llenaba de luz la estancia.
Darío dejó la fuente de vidrio en la barra y ayudó a Emma con su mochila y el abrigo. Lo colgó prolijamente en el pequeño armario junto a la entrada, y dejó la mochila apoyada en uno de los sillones.
Emma caminó hacia la ventana y su vista se perdió en el paisaje: la calle arbolada, casi vacía de follaje, con sus ramas desnudas entrelazadas en busca del cielo. Los autos que iban y venían, la gente en su eterno fluir. Un par de vecinos paseando con sus perros por la vereda. El puesto de flores en la esquina, daba la nota de color. El día se había tornado gris. Afuera reinaba el frío como en el centro de su alma.
El ruido del timbre la despertó de su ensoñación.
—Emma… llegaron los chicos.
Mientras Darío abría la puerta y los recibía, sacó todos los libros y apuntes de la mochila, conectó la notebook y fue a saludar a sus amigos.
Una vez todos acomodados alrededor de la mesa, el dueño de casa acercó la bandeja con las tazas de café, la azucarera, y un plato con algunas galletas. Había cuatro tazas y dos cucharas. Ana lo notó y dijo:
—¿No te faltan un par de cucharas?
—Nop, el de Emma ya tiene azúcar y crema, yo lo tomo solo.
—Ahh… cierto —y cruzó miradas con Fernando, muchas cosas estaban teniendo un cierre estos días.
—Bueno gente, antes empezamos, antes terminamos —dijo Darío como para salvar el silencio que se hizo después del comentario de Ana.
Y así pasaron la tarde, entre tazas de café, de té, galletas, y conversando de todo un poco, para amenizar el último trabajo práctico del semestre. Como cada uno había llevado su parte muy avanzada, solo era cuestión de ensamblar y ajustar. Todos llevaban conociéndose el tiempo suficiente para saber cómo pensaba cada uno. Y para mayor satisfacción trabajaban casi de la misma manera, ponerse de acuerdo era muy sencillo. Mucho antes de lo que habían anticipado estaban dando los toques finales.
Fernando estaba trabajando en la computadora de Emma, y solo quedaba la presentación del trabajo. Ana se desperezó.
—Tengo la espalda destrozada. Si me disculpan… —y se levantó de la silla para dejarse caer en el sillón con un sonoro suspiro de alivio.
—Estamos todos de igual modo —dijo Emma, que ya estaba cerrando libros y juntando apuntes, ordenando la mesa.
—Es casi hora de la cena, ¿comemos algo? —preguntó Darío.
—Si como una porción más de pizza este año voy a morir… —exclamó Fernando.
—Puedo cocinar algo… —dijo Darío.
—A ver Gato Dumas, ¿con qué nos vas a deleitar? —se burló Ana.
—Tanto como Gato Dumas no sé, pero mi comida es comible… —rio con sus amigos.
—Escucho propuestas —dijo Ana desde la comodidad del sillón.
Darío fue a la cocina, abrió alacenas y refrigerador, miró atentamente y dijo:
—Supremas de pollo al limón con ensalada verde. ¿Me ayudas Emma?
Aplausos y silbidos llenaron el ambiente, Fernando entonces acotó:
—Listo. Ustedes cocineritos vayan a por la cena, Ana y yo vamos por el postre. ¿Helado?
—Podemos pedirlo Fer…
—Necesito cambiar un poco de aire —y miró especulativamente a Ana, que saltó como resorte.
—¡Yo también!, llevo encerrada toda la semana, caminar un par de cuadras me va a venir más que bien.
Asomando su cabeza por la barra Emma dijo:
—Por favor se abrigan.
—¡Sí mamá! —dijeron a coro, estallando todos en risas.
—Fer, llévate la llave así no bajo.
—Ok, volvemos en un rato —abrió la puerta y le dejó paso a Ana, cerrando tras ambos la puerta.
Darío caminó hasta el equipo de música, y puso en aleatorio a Emelie Sande. Iba de camino a la cocina mientras Emma terminaba de acomodar la mesa, y se miraron los pies. Las zapatillas de ambos estaban bajo la mesa. Él sacudía la cabeza de un lado al otro y Emma enrojecía. Los dos con el mismo pensamiento, sin saberlo: tantas cosas en común.
Bajó el pollo del freezer, lo puso a descongelar en el microondas y sacó del cajón de las verduras algunas para la ensalada, un trozo de queso parmesano y unas nueces para picarlas luego. Los limones estaban en un bol sobre la mesada de granito.
De un cajón del mueble de la cocina retiró dos delantales. El suyo era todo negro, sin pechera, por debajo de las rodillas sin llegar a tocar el suelo y las tiras de atar eran tan largas que se ataban por delante. Se lo colocó ante la mirada atónita de ella.
El delantal de Emma tenía pechera, un bolsillo grande en el frente, también era largo y también negro.
Se acercó despacio, con ese andar entre felino y cadencioso, con el delantal en la mano. Emma esta petrificada. Era la imagen más sensual que había visto en Darío desde que tenía memoria.
Él se detuvo a tan solo dos pasos, tomó el delantal con las dos manos y lo alzó por sobre su cabeza, lo colocó en su cuello, con un movimiento que parecía cotidiano, aunque no lo fuera, acomodó su cabello por arriba del delantal.
Con su voz baja y melodiosa, le dijo suavemente:
—Gira.
Y sus manos en su cadera acompañaron el movimiento. Emma no podía ni respirar.
Tomó las tiras y las anudó en su espalda con un premeditado nudo doble. Necesitaría de su ayuda para sacarse el delantal.
Darío ancló sus manos en los costados de la cintura baja de Emma, bajó su boca hasta casi rozar su oreja, y respirando suavemente el aroma de sus cabellos, murmuró:
—Listo, a cocinar se ha dicho.
Emma pudo sentir la tibieza de su aliento en su cuello. Un escalofrío la atravesó entera. Tardó lo que parecía una eternidad, los dos segundos más largos en la historia de la humanidad, en reaccionar. Giró sobre sus talones y caminó hacia la cocina. Darío estaba colocando un par de sartenes en el fuego, apenas rociadas con un poco de aceite de oliva.
No podía dejar de mirarlo, descalzo, con delantal, el pelo revuelto como solo a él le quedaba bien, esa barba apenas crecida, y el pantalón que le colgaba de la cadera. Dios, tenía que concentrarse en cortar las verduras, sin perder algún dedo en el intento.
Darío puso las presas de pollo en el fuego, las saló y exprimió los limones sobre ellas. Las últimas gotas de jugo resbalaban por sus manos.
Tratando de encontrar su voz y la cordura, dijo:
—¿Dónde tienes un bol para preparar la ensalada?
Él se lavó las manos y las secó en su delantal, pasó por detrás de ella, que a cada segundo que pasaba se sentía más torpe, y sacó del mueble bajo la barra de desayunar, un bol enorme de vidrio con su base y cubiertos de madera. También le alcanzó las verduras, el colador y es escurridor para que pudiera preparar la ensalada.
—Emma ¿Tomas algo? ¿Agua? ¿Jugo? Vino no tengo…
—Casi no bebo vino y menos fuera de la cena… agua estará bien.
Sirvió dos copas de agua helada, y dejó la suya pasando muy cerca, apenas rozando su brazo al colocar la copa en la mesada. Emma se saltó una respiración. Él como si nada, siguió sus pasos hasta la cocina, para controlar sus presas de pollo. No fueran a quemarse.
Emma hizo acopio de toda su voluntad, juntó hasta el último gramo de concentración y pudo terminar la ensalada. La condimentó, agregó el queso rallado grueso y las nueces picadas.
Darío en algún momento dejó la cocina, para preparar la mesa para cuatro.
Estaba terminando de poner las servilletas cuando ella llegó con la ensalada y se juntaron en la cabecera de la mesa. Sus miradas se cruzaron y se perdieron la una en la otra.
Tanto silencio. Tanto para decir. Tanto sentimiento pugnando por salir.
Las puertas del ascensor se escucharon y luego las risas de Ana y Fer, mientras abrían la puerta.
Darío fue el primero en reponerse después de haberse perdido en el tiempo, fue solo un momento, pero el mundo se detuvo, estaba seguro.
—¡Al fin! Casi empezamos a comer sin ustedes… —dijo riendo.
—Había mucha gente en la heladería y además tu amiguito quiso ir a Vinnery, por una botella para la cena.
—Vamos a comer comida de verdad, merece un acompañamiento apropiado —replicó Fernando, muy orgulloso con su idea y con la compra.
—Seguro, por qué no —agregó Darío, normalmente no bebía salvo en fiestas y en muy poca cantidad, pero necesitaría de toda la ayuda posible para pasar esa noche sin cometer alguna estupidez, había estado a nada, literalmente a nada, de besar a Emma hasta dejarla inconsciente, si no fuera que Fer y Ana llegaron para salvar la situación.
Y podría jurar que sintió que el sentimiento y la necesidad eran mutuos.
Se acomodaron alrededor de la mesa y la cena transcurrió de manera amena, hablando de todo y nada. Ana se quedaría en Buenos Aires, Fernando iría unos días a la costa, necesitaba descansar o según sus palabras iba a morir por el agotamiento. El viaje de Darío ni asomó como tema de conversación durante la cena.
La comida llegó a su fin, así también la botella de vino. Ana y Emma sirvieron el helado en las copas, les agregaron un par de obleas y las colocaron en una bandeja que acercaron a la mesa de centro frente a los sillones.
Los chicos por su lado recogieron la mesa, Darío cargó el lavavajilla y encendió la cafetera, para lo que sería el último café de la noche.
Se acomodaron en los sillones y buscaron una película para ver mientras comían el postre. Lindos como eran, dejaron a las chicas elegir, para su sorpresa ellas optaron por The Great Gatsby.
Promediando la mitad de la película, el cansancio de la semana y la copa de vino en la cena, hicieron efecto, Emma se durmió en el hombro de Darío. Él en un acto reflejo la acomodó mejor y le sacó los anteojos, la miraba con una ternura infinita. Tan concentrado en su burbuja estaba, contemplando a Emma dormir, la expresión de su rostro sereno, el suave vaivén de su pecho al respirar, la sentía cálida y laxa junto a él, y solo quería que ese momento fuera eterno, nada más importaba, nada más existía, tanto así, que bajó su guardia, y ni se percató de la manera en que Fer y Ana lo miraban.
Cuando levantó la mirada, se encontró con la expresión de satisfacción de sus amigos.
—¿Qué? —preguntó, sabiendo de antemano la respuesta a la inquietud.
—¿Desde cuándo? —la sonrisa de Fer era genuina.
Con un largo suspiro, echó su cabeza hacia atrás, tomó aire y respondió:
—Supongo que, desde siempre, pero caí en la cuenta en la fiesta de mis padres.
—¿Pero por qué te vas? —Ana no entendía el punto.
—Lo de Hakim y el curso ya está organizado, y además ni siquiera me cuestiono si Emma siente lo mismo. No podría arriesgar lo que tenemos por algo que no tendría futuro.
—¿Y cómo sabes que no tiene futuro? ¿Le preguntaste? —si fuera por ella, despertaría a Emma en ese instante solo para salir de dudas.
—No, no le pregunté y no hace falta hacerlo tampoco, siempre nos vimos como amigos, casi como hermanos, tengo que alejarme, tomar distancia y pensar qué hacer más adelante.
—Suerte con eso —dijo Fernando—. No se te ve como algo pasajero amigo. Nosotros nos vamos, cuando llegamos hace un rato estaba el señor de seguridad, no bajes, él nos abre.
Fernando y Ana fueron hasta el armario, tomaron sus abrigos y mochilas. Volvieron al sillón a saludar.
—¿Ana me haces un favor?
—Sí, claro, dime.
—Ve a mi cuarto, al lado de la ventana hay un sillón que tiene una manta tejida encima ¿La traerías por favor?
—Ya vuelvo —y Ana fue hacia el dormitorio. Nunca había entrado, pero no había que ser un genio para saber que ahí vivía Darío, se notaba que era su espacio en cada detalle.
Le alcanzó a su amigo la manta y le dijo:
—Es preciosa.
—La tejió mi mamá —dijo con emoción, en ese momento la abrió y cubrió la espalda y las piernas de Emma que descansaban en el sillón.
Ana recogió las copas de helados y las tazas de café, colocó todo en la pileta. Y se acercó al sillón, tocó la cabeza de Emma, y dejó un beso en la mejilla de Darío.
—Descansa. Hablamos mañana.
—Tú también.
Fernando la esperaba con la puerta abierta. La dejó pasar y se fueron en busca del ascensor.
Darío quedó solo. Con Emma. Dormida en sus brazos.
¿Qué diablos iba a hacer?
Sabía demasiado bien qué quería hacer, y así de bien sabía que no lo haría.
Lo primero era llamar a Inés, a esa hora de la noche seguro se estaría empezando a preocupar.
Buscó el teléfono entre sus contactos y dio curso a la llamada.
—Hola —su voz familiar lo confortó.
—Hola Inés ¿Cómo estás?
—¡Darío! ¿Todo bien? ¿Y Emma?
—Sí, todo está bien, no te preocupes. Terminamos el trabajo práctico y cenamos con Fer y Ana.
—Ajá —el escepticismo de Inés se ponía de manifiesto.
—Y Emma se durmió.
—¿Cómo que se durmió?
—Sí, estábamos tomando el postre mirando una película y se quedó dormida. ¿Prefieres que la despierte ahora y la llevo a tu casa, o cuando se despierte sola? estaba tan cansada que cayó rendida.
—¡Ay mi cielo, tuvo unos días terribles! Solo porque confío plenamente en ti, déjala dormir y cuando se despierte que me llame —dijo tranquila, pero en tono severo. Amaba a ese chico, si en alguien confiaría a su hija, sería en él.
—Estamos en el sillón, aquí nos quedamos hasta que despierte Inés.
—Sé que así será. Descansa tú también. Un beso.
—Gracias Inés. Un beso.
Los chicos habían apagado casi todas las luces, solo dejaron las de la alacena de la cocina y el televisor encendido. La sala estaba cálida y un manto de paz se había instalado en su torturado corazón.
Puso el televisor en mudo, colocó los pies sobre la mesa de centro y bajó su cuerpo hasta el borde del sillón. Se tapó apenas con la manta y Emma se removió inquieta a su lado. Estaba soñando y sonreía. La imagen lo llenó de ternura. Hasta que vio que sus labios se movían, y algo decía. Acercó su oreja para escuchar mejor y los latidos de su corazón se detuvieron.
Ella lo llamaba. En sueños ella lo llamaba. Y suspiraba. Por él suspiraba. Por él sonreía en sueños.
La mezcla de emociones que lo embargaban no podía ser descrita o medida. Si lo llamaba, era porque había algo más. Ese algo más que era lo que él quería, lo que él anhelaba, lo que necesitaba para seguir viviendo.
Eso quería decir que el momento antes de la cena, no había sido producto de su mente afiebrada, de sus deseos. Había sido real. Y ahora la pregunta era ¿Para ella también era real? ¿Ya se habría dado cuenta? ¿O todo esto pertenecía al mundo de la inconsciencia, de los sueños?
No sabía con certeza, y esta noche tampoco lo iba a poder averiguar. Si todo era parte de la noche, de la oscuridad, del sueño, trataría por todos los medios a su alcance de que durara lo mayor cantidad de tiempo posible.
Estiró la mano y alcanzó el control remoto. Apagó el televisor, dejando aún más en penumbra la sala. Tomó con su mano derecha la mano izquierda de Emma. Besó cada dedo. Besó la palma de su mano y su dorso.
Sintió la suavidad de su piel, adivinó en la noche su blancura y respiró su aroma.
Encerró con su mano la de ella y la dejó apoyada en el centro de su pecho. Justo por arriba del latir de su corazón. Y notó como ambos latidos se hacían uno, marcando el mismo compás.
Acomodó la manta en su espalda una vez más y dejó su mano por fuera a la altura de su pequeña cintura. La acercó más hacia sí mismo. Apoyó su mejilla sobre el tope de su cabeza.
Y dejó que el mundo de los sueños se lo llevara lejos, allí donde todo era posible.
Allí donde Emma era suya por siempre.
***
A través del ventanal de la sala se filtraban los primeros rayos de sol, con sus tintes anaranjados, apenas luminosos, apenas tibios. Poco a poco la estancia se fue llenando de más luces que sombras.
El concierto de la ciudad despertando con el alba, terminó de despabilar a Darío. Algún que otro perro ladraba, alguna que otra bocina se escuchaba. Respiró hondo y reconoció su entorno. No era su cama, estaba todo torcido en el sillón de su casa y había descansado mejor que en los últimos diez años. Se sentía fuerte, pleno de energía, feliz y satisfecho. La mujer que amaba estaba profundamente dormida abrazada a su cintura, con la cabeza en su pecho. Torció su cuello para observar su sereno dormir. Ella tan hermosa. Acarició su brazo desde el codo al hombro varias veces, y besó sus cabellos. Fue un gesto tan espontáneo, que lo conmovió la naturalidad que lo envolvió. Quería despertarse con Emma en brazos cada día de su vida. En ese momento lo supo con rotundidad. Aunque se fuera de viaje por dos infernales meses, o por mil años, nada cambiaría sus sentimientos, ni siquiera el no ser correspondido. Emma era suya, si no en la práctica, lo sería por siempre en su alma y en su corazón. Y él sería suyo, porque no podría pertenecer a nadie más, nunca jamás.
Emma suspiró y se removió en su lugar. Acomodó la cabeza y ajustó su abrazo, como si supiera con quién estaba, dónde estaba y eso fuera lo correcto. Su corazón se llenó de una tibieza desconocida que lo recorrió de la cabeza a los pies. Con su mano libre revolvió su más que desordenado cabello y la sonrisa se instaló en su rostro.
Perdido en sus fantasías, esperó paciente que Emma se despertara. Los minutos pasaban y la dicha se anclaba en su corazón, mientras disfrutaba de esos momentos. ¿Qué le diría cuando se despertara? ¿Cómo reaccionaría Emma? No tenía las respuestas, y por muchas vueltas que diera, no lo sabría hasta que ese momento llegara. Decidió una vez más, dejar de pensar.
Emma estiró un poco las piernas y entreabrió los ojos. Se sentía relajada y su aroma, como siempre, la envolvió. Notó su mano apoyada en la cintura de Darío, la mano de él cubriendo la suya, el sube y baja de su rítmica respiración. No sabía si lo que estaba pasando era lo correcto, pero se sentía tan bien. Se quedó muy quieta. Un rápido paneo con los ojos a medio abrir le dijo todo lo que necesitaba saber: habían pasado la noche juntos, en el sillón de su casa, y en su vida se había sentido mejor.
Definitivamente ese era su lugar en el mundo.
Mil inquietudes cruzaban por su cabeza, mil certezas se instalaron en su corazón.
Inspiró profundo y tomó coraje para mirarlo a los ojos. Levantó muy despacio su cabeza, sin mover un solo milímetro de su cuerpo para ningún lado, no sabía que deparaba el destino, pero no iba a desperdiciar una gota de su cercanía por nada del mundo. Darío que jugaba ausente con las puntas de sus cabellos, se percató del movimiento en su pecho y bajó su mirada a Emma. Se encontró con la mirada dulce y adormilada de los ojos pardos que eran su perdición.
—Hey… buen día hermosa… ¿cómo estás? —Y acto seguido besó su frente y su mirada se perdió otra vez en la de Emma.
—Buen día… bien ¿Y tú? —Pestañeó varias veces, respiró hondo y allí se quedó.
—Muy bien de hecho, ¿pudiste descansar?
—Sí.
—Anoche llamé a tu mamá, le conté qué había pasado y me dijo que te dejara dormir, que cuando te despertaras la llamaras.
—Ok. ¿Solo eso dijo?
—No… dijo que no se preocuparía porque estabas conmigo.
—¡Oooh!
—Sip… ¡Oooh! —Y ambos sonrieron.
—Es algo temprano Emma, pero… ¿quieres desayunar?
—¿Temprano? ¿Qué hora es? —preguntó mientras se reincorporaba y quedaba sentada sobre sus piernas en el sillón, con la manta resbalando al suelo.
Darío se levantó, fue hasta la mesa donde estaba el celular y después de consultarlo respondió: —07.30 “on the deck”.
Emma se levantó del sillón, dobló con cuidado la manta y la apoyó en el respaldo. Acomodó su cabello un poco con los dedos y tomando la mochila, dijo:
—¡Desayuno suena genial! Ya vuelvo —y caminó hacia el baño para su ritual mañanero.
Cuando Emma regresó a los pocos minutos, encontró la mesa para dos con el desayuno.
Las tazas estaban preparadas, la azucarera, las tostadas, queso y jalea, dos copas con jugo de naranja y el café estaba casi listo. En un plato había algunas de las galletas de nuez.
—Mi turno —dijo Darío y la dejó sola.
Emma utilizó esos minutos de privacidad para llamar a su casa, era muy temprano, pero era necesario. Tomó el celular y marcó el discado rápido que la comunicaría con su madre.
—Hola Emma.
—Hola mami… yo... lo siento debí llamarte anoche y… —su madre la interrumpió.
—Emma cielo, sí debiste hacerlo, pero dormida como estabas era un poco complicado ¿no te parece?
—Sí.
—Darío me llamó y me explicó lo que había pasado, yo le dije que te dejara descansar, y lo hice porque confío en él y por sobre todas las cosas confío en ti.
—Gracias… yo… —Emma estaba tan aturdida con toda la situación que, por una vez en su vida, se había quedado sin palabras.
—Emma hija, sé qué te pasa, y también sé por qué, no creas que no te conozco, lo supe antes que tú misma. Pero no era mi lugar decírtelo, te repito, confío en ti y sé que tomarás las decisiones que tengas que tomar con madurez y responsabilidad.
—Mami, nada pasó con Darío anoche, solo…
—Lo sé, cielo, lo sé. ¿Ya desayunaste?
—No todavía, ya casi.
—Bien, desayuna, voy a estar en casa, cuando estés lista hablaremos de todo esto.
—Gracias de nuevo mami, no sé qué haría sin ti.
—Tranquila Emma, todo va a estar bien. Nos vemos luego, besos.
—Te quiero… besos.
Estaba guardando su teléfono cuando Darío volvió, se había cambiado la remera por una negra de manga larga, el jean de hoy era uno muy gastado casi celeste y llevaba el pelo revuelto y mojado. Y por supuesto seguía sin estar afeitado. La imagen le hizo perder el hilo de pensamiento ¿Cómo diablos iba a hacer para estar sin él?
—Voy por el café —dijo Darío a la vez que corría la silla para que ella se sentara.
Se acercó con la cafetera en la mano y sirvió las dos tazas, la apoyó en la mesa y se sentó. Le pasó la azucarera y se sirvió una galleta de nuez. Cuando Emma terminó de revolver su café sus miradas se cruzaron.
Desayunaron en silencio unos minutos, hasta que se terminaron las tostadas y las galletas. Juntos levantaron la mesa y cuando todo estuvo ordenado, él decidió romper el silencio.
—¿Más café?
—Sí, gracias.
Sirvió de nuevo las dos tazas y se fue andando hasta el sillón.
Le había dado muchas vueltas durante la noche antes de dormirse, al despertarse, mientras desayunaba… estaba muy seguro de sus sentimientos y casi que de los de Emma también. Si el viaje era un elefante rosa en medio de la habitación, todo esto era otro, todavía más grande.
Emma se sentó y tomó la taza que él le ofrecía. Darío lo hizo frente a ella en la mesa de centro, con las piernas abiertas, los codos en las rodillas y sosteniendo la taza con ambas manos.
Ella lo miraba con su cabeza ladeada, y el dolor se instaló en su corazón otra vez. Si él estaba así, seguro iban a hablar del viaje y ella no sabría cómo disimularlo.
Ambos bebieron un par de sorbos de café y con la mirada anclada en la del otro dejaron las tazas de costado. Darío tomó las manos temblorosas de Emma entre las suyas y las besó. Ella dejó de respirar y toda la sangre del cuerpo se le agolpó en las mejillas. Su corazón latía cada vez más veloz.
Él sostuvo la mirada y con voz muy baja, apenas por encima de un susurro, comenzó a decir:
—Emma… sabes que en unos días no debería estar aquí y es un tema que en las últimas semanas no hablamos. Cuando decidí tomar el curso mis motivos eran válidos, por decirlo de alguna manera, ahora creo que ya no lo son.
—¿Qué? ¿Cómo?... —Emma no daba crédito a lo que estaba escuchando.
Darío soltó solo una de sus manos para correrla por su cabeza, un gesto que hacía a menudo, pero cuando estaba nervioso, como hoy, se estiraba los cabellos con saña.
—En la fiesta de aniversario de mis padres, mi vida cambió, me di cuenta de muchas cosas, que estaban pasando ante mis ojos y como un tonto no las veía. Y darme cuenta me desestabilizó, hasta que pude encontrarle el sentido. Y ya lo encontré. Mi sentido eres tú. Mi vida se apaga si no estás en ella. Mi vida no tiene sentido si no puedo compartirla contigo. Dudé. Una y mil veces dudé si debía decírtelo o no, pero no puedo más. Verte llorar como aquel día me destroza, me impide respirar, quiero ser quien te haga reír, quien te haga feliz. Quiero llenar tu vida, como tú llenas la mía. Quiero una vida contigo. Eres mi amiga, mi compañera, eres parte indisoluble de mi alma. Quiero que seas mía como yo ya soy tuyo, y jamás podré ser de nadie más. Quiero una casa grande, quiero muchos hijos, que tengan tus ojos y tu hermoso corazón. Quiero todo eso y más, y lo quiero solo contigo. Te amo con mi alma, con todo lo que soy y con todo lo que puedo ser.
Darío hablaba de corrido, casi sin respirar, mirándola profundamente a los ojos, con la mirada encendida de la emoción y el alma desnuda. Su corazón expuesto, latiendo desenfrenado.
Emma estaba por completo en carne viva, verlo así, tan vulnerable, tan sincero, nada existía en derredor, solo ellos dos, en un mismo respirar, en un mismo latir. Sintió su amor envolverla entera. No había dudas, ella sentía lo mismo que él, tenía tanto por decir, que las palabras se le enredaban unas con otras. Toda ella vuelta sentimiento. Se sentía amada, protegida, segura, confiada. Sabía que su vida sería otra a partir de ese momento. Ella que esperaba su caballero de blanca armadura, lo había encontrado.
Se deshizo de su agarre y acarició su cabello, el contorno de su rostro, todo él vibraba como un diapasón. Dijo en voz alta las únicas palabras que ponían en manifiesto sus propios sentimientos:
—Te amo tanto como tú a mí —y le sonrió.
Darío se puso de pie y llevó consigo a Emma, que temblaba de anticipación, con los ojos brillantes y el corazón desbocado. La tomó de una mano mientras con la otra despejaba el cabello de su frente y bajaba por el contorno de sus mejillas hasta la barbilla. Sujetando su cara con apenas las puntas de sus dedos, elevó el rostro y su mirada se perdió en su boca, tan conocida y misteriosa a la vez.
Llevó sus manos entrelazadas hacia la espalda de Emma y la sujetó contra su pecho con un abrazo firme, demostrándole así cuánto necesitaba tenerla cerca. En esos segundos el mundo cambió para los dos, sus almas se unieron más allá de lo tangible.
Su mano libre sujetó a Emma por la nuca y se fusionaron en el primero de sus besos. El toque suave, tímido y curioso, se demoró lo suficiente para desatar el fuego que los consumía.
Darío besó sus labios lentamente, viajando por uno, luego por otro, demorándose en la comisura y haciéndole cosquillas, retirándose apenas para que ella hiciera lo mismo. Solo tomó un instante y Emma devolvió el beso con la misma entrega. Y así, con idas y vueltas, el beso subió en intensidad, las caricias se hacían insuficientes mientras exploraban sus bocas con las lenguas entrelazadas en un baile sin fin.
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